Y otra llamada más. Intenté, sin éxito, mantener la cuenta durante las cincuenta primeras y, después de tantas horas, ya me irá imposible ni tan siquiera aproximarme.

El tiempo entre voz y voz era tan escueto que lo único que podía agradecer es que tanta y tanta gente pudiera vivir desconectada de su teléfono a esas horas. Eso me daba un ligero respiro que, con suerte, a veces llegaba a los cinco segundos entre emisión y emisión. A menudo me preocupaba el hecho de que me viera incapacitado para pensar cuando llamaba a todas esas personas, pero luego recordaba, con una mezcla de alivio y frustración, que no era necesario. Que no sólo no lo necesitaba si no que, más bien, podría resultar contraproducente intentar pensar en ese momento y en esas circunstancias.

Yo ya tenía interiorizado un breve discurso. Al principio, lo concebí, como toda creación, como hermoso y contundente. La contundencia se mantuvo durante algún tiempo más que la hermosura pero, al final, llegó el aborrecimiento, el hartazgo e, incluso, el odio a la criatura que había surgido de mi reflexión. Estaba vendiendo mi tiempo, al fin y al cabo. El producto que ofrecía era apenas una excusa para mantenerme allí sentado en ese salón junto a otras tantas ánimas.

Ahora pienso que, tal vez, aquél ruido podría haberme redimido pues, no pocas veces, sentía aproximarme a una suerte de insconsciencia a través de él. Pero, reitero, en ese momento no era capaz de pensar nada. En ningún momento perdí la capacidad del habla ni de la interacción, pero nunca llegué a pensar plenamente. Dentro de las cuatro paredes de ese edificio se hallaban las cuatro paredes de mi argumentario y de ellas yo no era sino un acólito.

En el tren de regreso, las últimas voces resonaban mi cabeza y, aunque creía ser libre para hacer lo que quisiera, tenía un ansia tal por desintoxicar mi mente que, al final, no hacer nada no era una opción sino una obligación.

Cuando al día siguiente, en el tren de ida, pensaba en el cubículo al que me encaminaba creía que no, que, con toda seguridad, ese día podría domar yo la dinámica, que no debía preocuparme por esos minutos que estaba tirando por la borda de camino hacia el trabajo porque estaba claro que esa tarde sería diferente. Y era diferente. Porque no cabía esperar una repetición perfecta. Pero siendo diferente, volvía a pasar lo mismo.

Ni tan siquiera hubiera sido capaz de decir cuál era el color de las paredes de ese edificio. Casi con toda seguridad debían ser blancas porque si no, tal vez, hubiera reparado en ellas. Pero tampoco podía estar totalmente convencido.

El baño era muy angosto, eso sí lo recuerdo. Estaba claro que debía ser una zona de paso, de un paso excepcional, de un paso que se debía pensar como penitencia, con la culpa de estar ahí fuera, más allá de la cadena de producción. Cuando me lavaba la cara y los ojos en ese antro conseguía, por un momento, sentir que, si todo se tenía que repetir, yo también podía renacer. La motivación, así, continuaba intacta o, cuanto menos, lo bastante alta como para seguir llamando y llamando.

Al final entendí que debía ver como una bendición poder hablar sin pensar. Era mi cuerpo el que eligió, por su propia integridad, mostrarse así. Fue él quién decidió ahorrarme más sufrimiento. Pues él sabía que al acabar mi jornada no acabaría mi ciclo y que, teniendo que volver, mejor era que apenas pudiera recordar nada.

En uno de mis continuados regresos a la escena del olvido, se me comunicó que a partir de ese preciso (y precioso) instante, podría seguir recordando lo que quisiera, cuando quisiera y donde quisiera. Yo ansiaba tanto ese momento que, al final, sentí frustración. La frustración de no haber podido conducir hasta esa senda por mi cuenta, como me placiera sino, más bien, forzado por una derrota que yo no hubiera podido evitar de ninguna de las maneras. Tardaría bastante tiempo en comprender que no había opciones mejores o peores en ese escenario, porque la salida era tan estrecha que yo no hubiera sabido como transitar por ella.

Después de todo, esperaba poder recordar nombres, direcciones, números de teléfono pero, a lo sumo, era capaz de recordar un par de acentos que me llamaron la atención. Maldije a mi memoria por ello y luego me excusé ante ella, pues, tal vez, me estubo salvando de perderme a mí mismo para siempre.

Lo único que saqué en claro es que, sin duda alguna, tenía la capacidad de hablar sin pensar y quién sabe si, también, la de escribir sin pensar.

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