Los chavales que ahorraron todo un trimestre para irse de putas acechan en la puerta, muertos de miedo:

­­­­─ ¿Se la vas a chupar a este?

La rubia eslava los ignora, aplasta el cigarrillo con la punta del zapato, y vuelve al trabajo. Entra en el local, tira el abrigo en una silla, y trepa por la barra americana como una serpiente, restregando su niñez en el acero inoxidable. El sicario, con agobio de cuernos, no le presta atención. Su objetivo, a dos mesas de distancia, tampoco.

Ella se fija en el color café del colombiano; ve un sol limando sus uñas de oro en esa piel de hombre, ve a su madre en Bakú, leyendo debajo de una ventana. Le sonríe, pero el colombiano bebe, y se levanta a mear.

En el baño, la señora de manos viejas termina de limpiar un vómito, le mira, se santigua, y sube a limpiar los cuartos. Él también esta desanimado, aunque hoy solo se trate de reconocer el terreno. Su objetivo, pelo tan blanco, parece más fiero que en la foto arrugada de su bolsillo. Cierra los ojos para memorizar algo, en cambio llegan de golpe otros recuerdos, y suena el chasquido de su primer fémur, el día del ingreso en la banda, los trabajos de informante con Rosita, y la primera paliza, y miradas furtivas, secuestros, sonrisas sin venir a qué, fugas, paseos con Rosita en la arboleda, tantos ojos disparando miradas vacías antes de morir, muchos besos, en las torturas súplicas, sin embargo el jefe y Rosita, y qué celos, nauseas, y qué rabia, y Rosita que huye y el jefe que se enoja, todos buscando a Rosita, por las noches sueños con montañas de huesos, más asesinatos, muchos, nauseas…ya pensó en eso.

Al volver, se alerta; la puerta de salida está custodiada por dos gorilas, su mesa ocupada por el tipo de la fotografía, español, que le indica que se siente:

─ No intentes escapar. Todo esto es mío.

─ Ya lo sé.

─ ¿Por qué? Yo era feliz.

El colombiano calla.

— Si no lo pensaba mucho, era feliz.

Les traen de beber. El español extiende unos papeles que el otro ya conoce. Le cuenta el lío de su novia con su socio, todo. Nada del otro mundo, pero en el suyo las soluciones son simples.

─ Ahora tú me pides que los mate.

El español sonríe, asiente.

– Lo siento, pero ellos me contrataron. Busca a otro.

Se levanta.

─ Espera, no corras.

Los gorilas se espigan. El colombiano se sienta.

El español enseña informes médicos.

— Me quedan dos meses. Así que ahora acabas conmigo, que disfruten un poco.

El colombiano calcula.

— Dentro de un mes. Primero ella; él lo ve todo, y se quiere morir, pero despacio.

— ¿Y cuánto?

─ Cincuenta mil.

Sabe que está perdido.

—¿Sabes lo peor?

El colombiano intenta prestar atención al baile, pensar.

— Lo supe hace tiempo; un día en un hospital me lee: “en el campo tendrás naturaleza y aire puro, cultivarás, y a veces abatirás un jabalí; follarás como un loco, especialmente con tu mujer, tendréis hijos; los educarás para que ocupen el mismo ecosistema; te pondrás enfermo y se acabó”.

De camino al baño no hay puerta de emergencia. El español apura la copa:

— ¿Desde cuándo lee esa zorra?

Algo familiar en la calma del español le desconcierta, se revuelve.

─ Deja de pensarlo: no vas a ir a ninguna parte.


En la calle, el frío de Enero teje en la noche su maraña de virus. Los dos caminan diez minutos por el Borne, saltan por encima de un vagabundo, que extiende una mano, entran a un edificio. En las escaleras se cruzan con un repartidor, que no se fija en sus caras, que luego no sabrá responder a las preguntas de la policía de guardia.

Por fin, en el apartamento:

— Beberé, hablaré, iré a la cocina a por más copas.

El colombiano estudia cada ventana, cada puerta.

— Relájate de una puta vez.

Le señala la pistola, encima de la mesa.

— Que no lo vea venir.

─ Ok. ¿El baño?

El español le indica, pero el colombiano confunde y camina hacia el cuarto donde el jefe abraza dormido el cadáver de Rosita.

-¡Esa no! ¡La otra!

El colombiano se asusta. Casi dispara sin balas. Entra al baño.

El español va a la cocina. Se desabrocha los puños, se remanga, suda a mares. Toma el machete.

El colombiano, dentro, ya casi muerto, quiere pensar, pero imágenes del último año le acribillan los ojos: huye, adiós Medellín, vuelo a Barcelona, autobús a Blanes, de nuevo la sonrisa de Rosita, pero ahora la tristeza de Rosita, pero el marido, pero los hijos, pero su impaciencia, y el marido ofreciéndole trabajo, y tú que sabes hacer, claro, la paliza al marido, y volver a empezar, la llamada al compañero de Barcelona, el encargo, tan fácil, tan raro.

Respira hondo y visualiza cada paso: abrir la puerta, disparar a la cabeza, ver qué esconde en la habitación de al lado. Salir despacio.


Tres horas después, la mujer que lee “Sumisión” apura el último capítulo antes de descolgar.

A los dos minutos, vuelve a sonar el teléfono.

Cinco después, contesta:

─Hola guapo, estaba muy preocupada.

Silencio. Al fin el español habla. Suena tranquilo, a después de llorar:

— Tu novio es un monstruo, no imaginas lo que les hicimos.

— No es mi novio, es mi jefe.

Da una calada, sigue:

— Todos tenemos un trabajo, y fácil no es ninguno.

Se callan mucho, pero al final, él pierde:

— Es un apartamento muy bonito. Lo habréis pasado genial por aquí.

— No te pongas celoso, anda, y ven a despedirte, que mañana vuelvo a Colombia.



Al amanecer, otras personas que también estuvieron trabajando toda la noche llegan al anatómico forense con una buena cosecha de bolsas negras de plástico. La médico hace un gesto de hastío. Anoche discutió con su marido, hoy necesitaba algo más sencillo.

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