Eran las nueve o diez de la mañana, las nubes hablaban fiero del día y me acuerdo que el sol no se vio hasta eso de las dos de la tarde. Todas las cosas estaban en su lugar. El cementerio, lugar donde trabajo, quieto y triste como siempre. Las caras nuestras un poco más viejas, pero cumpliendo con nuestro trabajo: darle la bienvenida a los que acabaron su vida y fingir empatía con cada familiar que llega, cada vez más desganado, de visita al sitio de los huesos.
Un ruido sordo, seco.
– ¿Qué carajos?
– Deben ser los muchachos de la recolección, andaban por acá hace un rato.
Volví al libro, volví a esperar la hora de irme. No había ningún servicio así que con los muchachos elegimos unos mates para empujar las horas, para mirarlas poco y en algún descuido notar que se fueron pasando.
– Parece que cuando el clima no acompaña la gente se olvida de sus muertos.
– Sí, y los días de sol parece que marcan tarjeta. No los entiendo, pareciera que están orgullosos de visitar a un muerto. Se nota que nunca hicieron ni imaginaron un cambio de metálica o sintieron la baranda de la carne podrida.
– Tampoco lo van a hacer.
Y así la mañana, sin acontecimientos especiales. Entiéndase que para nosotros, que alguien se muera, salvando casos en los que el muerto es joven o conocido, no tiene nada de especial, es algo común, cosa diaria.
Cerca de la hora de irnos llega un móvil de la policía. Cada tanto venían, verificaban el nombre de algún muerto para cerrar antecedentes o cosas parecidas. Pero esta vez era diferente, lo supe por la sombra bajo los ojos del comisario, aunque no me di cuenta hasta más tarde. Bajan del móvil, saludan y dicen:
– Estamos buscando a Felipe, Jorge Felipe. Está desaparecido desde ayer y la familia dice que puede andar por acá.
– Acá están todo muertos, Jefe.
– Callate bruto ¿De visita?
– Algo así, es un tipo depresivo, y últimamente se puso borrachín.
– ¿Siempre habla así usted? – No sé por qué pregunté.
– ¿Qué quiere decir?
– Nada. Siga.
Y nos contó que este tipo, Jorge Felipe, tenía a su esposa muerta y uno de sus hijos muerto en un accidente.
– Bueno, ahí nos fijamos dónde está enterrada la esposa y vamos a dar una vuelta.
Salimos, pero nada. El cementerio seguía siendo la misma asquerosidad de siempre. Volvimos a la entrada y mientras algunos de los muchachos conversaban con el policía yo me metí en el sucucho de la oficina a fumar un pucho y pensar en Jorge. “Coque, ¿dónde te habrás metido? ¿En qué zanja andará tu cuerpo? Seguramente tomaste un montón. Pero, che. Tenés preocupada a un montón de gente. Seguro tu madre…”
– La madre! – Dije o pensé en voz alta mientras volvía a la entrada.
– Comisario, ¿sabe el nombre de la madre?
– Ya te lo digo, lo tengo anotado por acá. Rosa, Rosa Diaz. Falleció en el ’85.
– Ahí está – y después de buscar en el libro la ubicación, fuimos a ver.
– Va a estar ahí. Seguro esté durmiendo con una botella en la mano y lágrimas en los ojos. Lo sé. Después de un largo berrinche, todos quieren volver a los brazos de la madre. ¡Mirá! ¿Qué les dije?
Pero la imagen era otra, Jorge Felipe todavía mantenía los pies cruzados, el resto del cuerpo de espaldas en un charco de sangre y en la mano, el revólver con el que se quito la vida.
– Bueno, al final hoy hay servicio.

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