Después de la audición, Alberto se fue directo a su casa, o más precisamente al lúgubre cuarto que rentaba en una casa de huéspedes. Esa noche ni siquiera habló al bar para decirles que no iría a trabajar. La tensión y el entumecimiento de sus dedos aumentaba después de cada audición fallida y últimamente el tocar el piano se había vuelto un doloroso tormento.

Recostado en su cama y viendo al techo, Alberto se preguntaba de qué habían servido tantos sacrificios desde que salió de su pueblo para obtener un grado de concertista en la Ciudad de México. A nadie le parecía importar el sentimiento y la destreza que le ponía en cada audición, ni mucho menos en el bar donde los clientes solamente querían escuchar melodías ramplonas.

El celular de Alberto comenzó a sonar. Alberto le iba a poner el silenciador pensando que era el gerente del bar pero se percató que la llamada era de su madre e inmediatamente contestó.

– ¿De verdad? ¿Cuándo pasó eso? – preguntó Alberto

– Se me complicaría mucho ir para allá, tengo una audición la próxima semana.

– No sé por qué tanto interés en que vaya, después de lo mal que te trató. ¿Qué no hasta te corrió de su cuarto cuando la fuiste a visitar al hospital?

– Está bien, mañana salgo para allá, pero solamente lo hago por ti.

A la mañana siguiente Alberto tomó un autobús que lo llevaría al pueblo donde había nacido y pasado su niñez. El paisaje semidesértico y los cactus a lo largo del camino no ayudaban a levantarle el ánimo, si no fuera por su madre probablemente nunca regresaría a su pueblo. Alberto llegó casi al anochecer y encontró a Juanita, su madre, todavía atendiendo su pequeña tienda de abarrotes. En cuanto su madre lo vio, salió corriendo a abrazarlo. Alberto no pudo reprimir sentirse culpable e impotente al ver los estantes semivacíos de la tienda y se preguntó cómo era posible que su madre se sostuviera de lo que ahí vendía.

Alberto siguió a su madre hacía la cocina de la casa y le dio gusto comprobar la agilidad y el buen semblante que conservaba a pesar de su avanzada edad. Juanita comenzó a preparar chocolate de tablilla. Ambos se sentaron en la mesa y después de las preguntas sobre el viaje y la muerte de Ema, la hermana de Juanita, Alberto notó muy pensativa a su madre.

-¿Qué pasa? ¿Te preocupa algo?- preguntó Alberto

-Sí, hay algo que desde hace tiempo me tiene intrigada.

-¿Es sobre mi tía Ema?

– Eso es precisamente lo que todavía no sé. Hay algo que nunca te he dicho.

-No me asustes, ¿De qué se trata?

-Desde hace muchos años empezaron a aparecer billetes en la tienda. Al principio me inquieté mucho porque pensé que estaban usando mi tienda para comerciar con droga.

– ¿Y sí encontraste droga?

– No, pero como seguían apareciendo billetes, pensé que era tu papá él que le había encargado a alguien ponerlos en la tienda. Para salir de la duda se lo comenté al Padre.

– ¿Y qué te dijo?

-Me dijo que aceptara ese dinero y no me preocupara más. Por mucho tiempo estuve tranquila pero después que murió tu padre siguieron apareciendo los billetes. ¿Eras tú el que los mandaba?

-Ay mamá, ¿Yo de dónde?

-Es que casi al mismo tiempo que a tu tía se le agudizó el Cáncer ya no aparecieron más billetes.

-Pero mi tía estaba igual de jodida que nosotros y perdóname que te lo diga ahora que está muerta, pero esa mujer parecía odiarte a ti más que a nadie en el mundo.

-Por eso estoy tan confundida, todavía cuando Emma estaba sana y venía a visitarme a la tienda, terminaba insultándome y mejor la dejaba con la palabra en la boca para no darle el gusto de que me viera llorar por todas las cosas tan crueles que me decía. Ya sabes, la misma cantaleta de siempre.

Alberto ya no quiso ahondar más en la historia de odio e injurias que su madre y su tía habían protagonizado desde que tenía uso de razón. Los reproches de Ema hacia Juanita por haber sido la preferida de sus padres, por haber heredado la casa familiar y la tienda, por la vergüenza de que Juanita siendo soltera hubiera procreado un hijo de un hombre casado. Ema culpaba a Juanita de haberse tenido que casar con un mal partido y de todo lo malo que le había pasado en su vida.

Juanita decidió que cremaran a su hermana y organizó una pequeña ceremonia en su casa para despedirla. Solamente estaban ahí el párroco de la iglesia y no más de una docena de gentes entre familiares y amigos cercanos. Después de las bendiciones del padre, Juanita se acercó a Alberto y le pidió que tocara algo en el piano.

-Claro que sí. ¿Qué quieres que toque?

-Toca ‘Las Golondrinas’ o ‘Amor Eterno’, ahí dentro del banquillo deben estar las partituras.

Alberto levantó la tapa del banquillo y vio un anillo, lo tomó y se lo mostró a su mamá.

-¿Es tuyo?

-No, es de Ema.

Alberto notó que las partituras estaban abiertas en páginas específicas. Tomó la que estaba hasta arriba, que era ‘Claro de Luna’ de Debussy y procedió a tocarla. Al sentir el roce de sus dedos al ejecutar las primeras notas se acordó de las múltiples ocasiones en que su tía Ema aparecía en su casa cuando desde niño él practicaba el piano. En esas épocas, Alberto se concentraba tanto en la ejecución del piano que la presencia de su tía en la sala le pasaba casi inadvertida. Sin embargo, en esa noche en que despedía a su tía, sin que él se percatara, el entumecimiento de sus dedos desapareció y la reducida audiencia en la sala de su madre fue testigo de una ejecución digna de las mejores salas de concierto del país.

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