«Reza a Dios y trabaja duro”, decía siempre mi padre. Era él un hombre de férreas convicciones, una persona con las cosas muy claras. Llevaba un modo de vida que se esforzó por trasmitir a sus hijos, ¡y vaya si lo intentó! Ya con catorce años me puso a trabajar en los periodos vacacionales.
- – El trabajo forja el espíritu –insistía él.
- – Y revienta el cuerpo –añadía yo en voz baja.
Esta primera y agotadora experiencia me sirvió para tener algo bien claro: eso de trabajar no era para mí, y fue por este el motivo que me decidí a estudiar. Así se lo comuniqué a mi madre, claro que no compartí con ella las razones que me animaron a hacerlo. Ella aceptó mi decisión sin dar muestras evidentes de contrariedad o alegría.
En aquel entonces mi familia gozaba, digámoslo así, de un capital ajustado. Además vivíamos lejos de la ciudad, y mi madre sabía que su marido se opondría a la propuesta por principios. A pesar de las grandilocuentes frases que soltaba de vez en cuando mi padre, él no creía en la educación fuera del hogar.
A día de hoy no sé exactamente cómo lo hizo, pero mi madre logró arreglarlo todo de esa manera en la que solo las madres saben hacerlo. Desconozco cómo consiguió convencer a mi padre, lo que sí sé es que resolvió el tema monetario con una beca para alumnos aventajados. Fue de este modo que huí de mi padre y su filosofía medieval, y durante muchos años creí librarme del engorro de «dar el callo».
Yo, que he sido siempre una persona muy inteligente y estúpida a la vez, no me di cuenta de un matiz evidente hasta el mismo año en el que entré en la universidad. Estudiar era, en mi situación, equivalente a un empleo. Ser un alumno becado requería muchos esfuerzos, y me provocaba además unos nervios constantes debido al miedo por perder las escuetas ayudas que me brindaba el Estado. Cierto, era un trabajo mal pagado –cosa que hoy en día parece estar a la moda-, pero, aun así, era un trabajo.
Llegados a este punto estuve muy cerca de abandonarlo todo. “Ya que tengo que dejarme los cuernos, mejor que me paguen en consecuencia”, me dije. No obstante, la mayor parte de cargos no cualificados requerían un notable esfuerzo físico, y eso de cansarse y sudar nunca me había parecido una opción, por lo que al final decidí estudiar una carrera aburrida con la que encontrar una ocupación agradable.
Lograr mi nueva meta me llevó nada menos que cinco años, un tiempo que con gusto habría alargado si la decisión hubiese estado en mis manos. Hecho esto, me dispuse a buscar un puesto acorde a mis capacidades, y resultó que vacantes había, pero nadie estaba dispuesto a depositar sus esperanzas en un recién licenciado. Curiosamente, en esos cinco años de estudios a ningún profesor se le ocurrió comentar esta particularidad.
En fin, la cosa es que pronto se terminó el poco dinero que tenía ahorrado, con lo que finalmente me vi obligado a coger el primer empleo en el que tuvieron a bien contratarme. Irónicamente, mi supervisor resultó ser un chaval sin estudios que había entrado a los dieciséis años en la empresa y consiguió medrar a base trabajar duramente.
Había vuelto a la casilla de salida. Peor aún, nunca me había marchado de allí. Por una vez, hice caso a mi padre. “Ora et labora”, y vaya si recé. A pesar de ello, no hubo respuesta. También me esforcé muy duramente, lo que tuvo como consecuencia algunas iniciativas unilaterales que me valieron un justificado despido.
Durante siete años fui de un empleo a otro, y sobre este periodo de mi vida no tengo nada más que añadir.
Tras múltiples e infructuosas tentativas, terminé por agarrar un trabajo de lo mío. Menuda sorpresa me llevé entonces al descubrir que “lo mío” resultó ser mortalmente aburrido. Es más, en una semana terminé por aborrecerlo y en un mes por dejarlo. Puede parecer una decisión tomada a la ligera, pero juro que un solo día más allí y hubiese teñido de rojo el despacho.
Ahora puedo pensar en ello sin cabrearme demasiado.
Recordé entonces los veranos trabajando con mi padre. Era algo cansado, es no se puede negar, pero también era satisfactorio a su extraña manera. Justo en aquel entonces mi padre estaba pensando en jubilarse, de modo que no le pareció demasiado mal la idea de acogerme primero e ir delegado responsabilidades en mí después. Con el tiempo me hice cargo del negocio los fines de semana, situación que más tarde se amplió a la plenitud de la semana.
No voy a mentir, jamás llegué a amar mi oficio ni a apasionarme por él. A pesar de ello, fue una ocupación llevadera. Más aún, creo que en ciertos momentos incluso llegué a ser feliz allí.
Tengo entendido que hay gente con la suerte de trabajar en algo que le apasiona, y que cada mañana se levantan animados ante la sola idea de empezar una nueva jornada. “Ora et labora”, me dicen sus miradas. Por el contrario, también sé que la mayor parte de los mortales está obligado a conformarse con rezar para que la jornada termine sin complicaciones y con trabajar lo suficiente para no encontrarse con un finiquito en la mesa o con un negocio en quiebra.
Hoy me jubilo. He tenido una vida larga –la edad mínima para la jubilación así lo estipula- y, a pesar de lo que puedas pensar, bastante placentera. También he gozado de una pareja para toda la vida, cuatro hijos sanos e incluso de un par de buenas aficiones. Todos oramos y trabajamos, de maneras distintas e insospechadas, pero lo hacemos. La diferencia no estriba en quién lo hace de buena gana, sino en quién mira atrás y no se arrepiente del camino que ha tomado. Eso, al menos, es lo quiero pensar.
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