A través de las olas…

A través de las olas…

María Marí Roig

12/05/2017

Deambulo en el muelle sin objetivo ni proyecto. Vacío. Con las voces de mi madre y hermanos reprochándome que me fuera: “ hijo, entre todos saldremos adelante” “es un viaje demasiado arriesgado”. Somos siete hermanos. Mi padre falleció de tantas borracheras. La crisis nos dejó sin trabajo y me siento responsable de la familia.

Finales de septiembre. El sol, a las tres de la tarde, arde por los cuatro costados. Camiseta corta y pantalón de chándal, mochila con una muda y la cartera con documentos personales y fotos familiares. Una toalla y una pequeña manta. Veinte euros en los bolsillos. Estas son mis únicas pertenencias.

Intento serenarme y me centro en la actividad del puerto: un chico limpia un barco, parece prepararlo para un viaje. En un momento, salta a tierra.

Disculpa, por favor, ¿tendrías un poco de agua?—le pregunto.

Por supuesto, — me contesta.

Regresa a la embarcación y sale con una garrafa. Me siento en el arcén después de tomar un buen trago y empiezo a hablar con él:

¿El barco es tuyo?

No, estoy trabajando para un señor que vive en una ciudad cercana, también con puerto. Hemos venido a recoger este aquí, para invernarlo, pintarlo y prepararlo para el próximo verano. Nos vamos dentro de dos horas.

¿Sabes si necesita empleados?

Ahí anda el jefe, pregúntale.

Si quieres probar y no te mareas navegando, puedes venir con nosotros. Hoy el mar está picado — dice el jefe.

¡Una esperanza brilla en mis ojos!

Entro a la embarcación, pequeña, no llegará a ocho metros de eslora; una diminuta cabina. En un principio me siento cómodo y feliz, como si fuera mi entorno habitual. Sin embargo, en mi ciudad de origen no hay mar. De hecho, creo que nunca he visto el mar…

Lo de “picado” creía que solo era un traqueteo sin importancia, pero a medida que alcanzamos la abertura empiezo a dar tumbos de un lado a otro y a vomitar con todas mis fuerzas. Las olas atraviesan el barco como un tiburón que desea engullirlo. Mis compañeros parecen acostumbrados, se miran uno a otro sin pronunciarse. El jefe lleva el timón con suma habilidad, se nota que lo ha hecho toda la vida. En un momento de calma salgo a cubierta para recuperar el equilibrio y respirar profundamente; saco la cartera con fotos y documentos, recreándome en las miradas de mi familia. Me ataca la nostalgia y la zozobra. ¡¿Por qué habré subido a aquella embarcación?! Estoy atrapado.

De repente, una ola furiosa me atrapa literalmente y desaparezco en la infinidad del mar. Siento que voy a morir, pero una fuerza sobrenatural me invade y doy puñetazos y patadas tan fuertes que ni me reconozco (afortunadamente aprendí a nadar, de pequeño, en la alberca de mis primos). En un instante la ola me escupe y observo al chico que me lanza un salvavidas. Estiro el brazo, lo alargo cada vez más…; por fin, lo agarro con brío y la ola retrocede. Él tira de mí intensamente, y…¡arriba! Entre él y yo salvo mi vida. Destrozado, me doy cuenta que ha desaparecido lo poco que tenía: fotos, documentos y el dinero de los bolsillos. Al menos, me queda una muda en la mochila.

Avanza la noche y diviso las luces de la ciudad acercarse, las aguas se han tranquilizado y el barco ha resistido. Yo, aunque vivo, me siento un muñeco roto.

Atracamos. Nueve horas de agonía.

Esta noche puedes dormir en el barco y también encontrarás comida. Pero para contratarte necesito tus documentos. Mañana hablamos, — dice el jefe.

Ambos desaparecen en la madrugada.

No quiero sentir el movimiento del mar que me zarandea —y menos para dormir— así que empiezo a caminar sin rumbo. Al final del puerto encuentro una playa, quieta a esas horas. Decido envolverme en la manta y descansar sobre “colchón” firme. Me vence la serenidad de las luces de aquella ciudad que me rodea y que es una extraña para mí.

Despierto con el graznar de las gaviotas y el arrullo del mar. La luz del sol me ofrece el esplendor de una población en armonía. No obstante, el hambre y la pesadilla que aún taladran mi cuerpo no me permiten apreciar el paisaje. Camino por una alameda ancha y maquino hacer algo que jamás se me había ocurrido:

Es domingo. Solo unos niños jugando en los columpios. Una anciana con su bastón, cojeando. Sentados en un banco, una pareja de policías observando. Unas voces me alertan pero, rápidamente, se pierden detrás de un seto oscuro. No es una situación para acercarse a nadie. Doy vueltas todo el día sin decidirme. He dejado la mochila y la manta sobre la arena, debo regresar antes de que anochezca. Me adentro en las calles semidesnudas de la pequeña urbe, en el umbral de la noche. Tengo la boca seca, la ropa pegada por la humedad, tiemblo y la vista se me nubla…; giro en la próxima calle y me la encuentro de frente:

Señora, por favor, ¿podría darme una moneda?

Tome usted, parecía que lo estaba esperando.

¡No podía dar crédito! Un pequeño monedero repleto de calderilla: de 01, de 02, de 05 céntimos… Cuento hasta 20 euros. Miro al cielo y por un instante pienso que un ángel me ha estado esperando: la señora que se esfuma sin dejar rastro.

Compro cena y regreso a mi “morada” una noche más. A la mañana siguiente, con el resto del dinero, renuevo los documentos. Después, vuelvo al varadero de aquel puerto que me vio llegar hecho un andrajo.

¡Buenos días jefe, al final he conseguido la documentación!

¡Buenos días Juan, me alegra verte, no sabía dónde te habías metido. Si quieres, puedes empezar lijando esta embarcación que tantos recuerdos te trae, je je je….! Entretanto, te voy gestionando los papeles.

¡¡Si, yo también me rio!!. Una ola furtiva me recuerda a la familia y retrocedo sin desprenderme de la sonrisa…

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