Su barba y su melena expuestas al viento salitroso enmarcaron su triunfante sonrisa. Con su garfio, se apartó el parche del ojo para otear mejor la isla. Con su pata de palo golpeó sobre el puente y su tripulación de malandrines acudió a recibir órdenes. Señaló la dirección y el bergantín, con su bandera negra de tibias y calavera, enfiló rumbo adonde les aguardaba el codiciado tesoro. Quinientos años llevaban surcando mares y océanos, siguiendo las coordenadas de un viejo mapa. Atracados en la playa, alucinando, desembarcaron entre flases y aplausos, mientras el loro, desde su hombro, repetía: ¡Turistas, turistas!

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