Él ya estaría tomándose un daiquiri en el Malecón, resguardándose del sol con su sombrero canotier y su traje blanco crudo «dril cien».
Su figura destacaba, incluso entre la muchedumbre: esa manera de caminar pausada y elegante…; y ese estilo de empuñar el bastón, haciendo con él jeribeques en el aire, como si fuera un instrumento circense y no un utensilio para caminar.
¡Cómo me gustaría ser ahora la empuñadura de su bastón y resbalarme, con gracia, entre sus manos…!
Pero tengo que abandonar la isla…, acostumbrarme a su ausencia…
No logro despegar mi cara de la ventanilla del avión.
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