Él ya estaría tomándose un daiquiri en el Malecón, de no ser por su condición corrompida, su potestad maligna o su sed impía.

Sería en otro espacio y en algún peor momento.

Por lo pronto, estancado en el margen que hace la laguna eterna y el frío fantasmal de los olvidos; por la senda de los más rancios y decrépitos recuerdos, desde el fondo del averno y de la sepultura, reprochó de la nocturnidad:

-¡Hijos del vergel de sombras, dispersaos, conflagraos… uníos!

¡Huestes malditas de poetas vulgares, presuntuosos y pendencieros, un vendaval de mojigatez se ha incrustado en vuestros sentidos!

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