Sueños Acordonados

Sueños Acordonados

Eva Braum

12/03/2020

No soy escritor. Es más, a los sesenta y ocho años este es mi primer escrito, solamente lo hago porque es la tarea para la asignatura: lengua. Me decidí aprender a leer y escribir después de tanto, ahora que estoy jubilado tengo tiempo de hacerlo. La señorita Alicia, indico en la consigna: escriba una historia sobre un hecho real el cual lo haya marcado en su vida. Verdaderamente, esta historia la recuerdo como si hubiese sucedido hace un instante. Entonces, con mi nueva habilidad adquirida hago llegar a cada lector una gran lección de vida y eso me enorgullece.

Cuando recién las calles empezaban a tener nombre propio y los alrededores de una fábrica se convertían en barrio, yo tenía unos diecinueve años y era custodia en la puerta de la Fábrica Nacional de Zapatos, allí grave a fuego una lección: cualquier persona en esta vida puede enseñarnos algo. Ya sea un niño con su extrema inocencia e ignorancia propia de la edad o mismo algún joven descarriado, en busca de un sueño.

Mis días como custodia eran muy similares, a veces salía de la garita para estirar las piernas y disfrutar del sol, como también no voy a mentirles para charlar con los vecinos y hacer más placenteras las horas laborales. Por ese entonces, el barrio de Villa Crespo recién comenzaba a establecerse. En verdad, la fábrica fue la causa de los primeros asentamientos a la ladera del brazo del Maldonado, un viejo arroyo que bañaba parte del poblado. Salvador Benedit, fue el fundador de este gran imperio con el cual se comenzó a desarrollar una colectividad muy diversa y trabajadora. Para la época, cuando yo comencé a trabajar en el puesto frontal, ya el señor Salvador había fallecido y su hijo, también llamado Salvador había tomado las riendas del negocio. El segundo Salvador, como lo llamaban algunos pícaramente, no se encontraba solo como su padre en los comienzos, tenía siete hermanos y demandaba de ellos la misma responsabilidad en la empresa familiar, la cual no conseguía obtener. A sus hermanas, decidió no insistirle con la necesidad de hacerse cargo de legado, después de varios intentos, entendió que sus vidas estaban dedicadas a la labor docente. Algunos de los hermanos ya habían fundado sus propias empresas, con tanto esfuerzo que no tenían mas tiempo para dedicarle a la gran fabrica. Solo Rafael, no poseía un rol asimilado. Este era el menor de todos los hermanos, la oveja descarriada del rebaño a quien unos imploraban responsabilidad y otros miembros de la familia miraban con dulzura y aceptaban su vocación. Rafael, se autodenominaba Artista. En grandes discusiones con Salvador, sostenía fervientemente que él no servía para las cuentas, las compras de materia prima o las proyecciones económica mundiales. Él era artista: poeta, pintor, músico y bailarín. Las riñas entre los hermanos eran eternas, el mayor de ellos procuraba encarrilar a ese espíritu soñador que solo buscaba la manera de viajar a París a disfrutar de las novedades culturales. El pobre artista escuchaba los sermones, mientras sus ojos se perdían por el gran ventanal observando la calle.

Yo, tenia vista privilegiada desde mi puesto. La oficina principal estaba de frente a mí, fue así como una mañana de septiembre miré hacia arriba y los encontré a los dos hermanos como siempre, uno concentrado en su discurso, el otro con la mirada perdida en el horizonte. Por un instante, desee un momento de lucidez para el señor Rafael, tenia la posibilidad de una vida sin grandes esfuerzos y para mi no sabia aprovecharlo. En un acto casi de envidia y resignación comparé nuestras vidas: ese joven tenía mi edad y era dueño de un imperio del cual no quería hacerse cargo y yo trabaja pese al frío, el calor o la lluvia por un salario mínimo para ayudar a poner el pan sobre la mesa de mi familia. Por un segundo, tuve el deseo de subir y zamarrearlo, para ver si tomaba conciencia de la situación. Pronto, abandoné la idea y me dispuse a ingresar a calentar el agua en el anafe. En ese momento, descubrí a Rafael en un acto extraño. Salido del letargo habitual, se acercaba al gran ventanal como enfocando su mirada perdida en calle Padilla. Resté importancia al acontecimiento y me dispuse a entrar a calentar el agua, de camino lo sorprendí a Ismael, el hijo de Ana mi vecina, detenido frente al cartel de la entrada admirando el par de zapatos colegiales promocionados en un cartel ubicado en lo alto del portón de ingreso. Con algo de humor, pero con determinación lo espante como a un perro para que salga de la comida, y le recordé llegaría otra vez tarde al colegio si no se apuraba. Luego, entre y puse finalmente a calentar el agua. Durante la espera, recordé ambas miradas: la de Rafael saliendo del letargo observando valla a saber que y la de Ismael sorprendido por mi grito alejándolo de su ensoñación. Reflexioné por un instante y comprendí: los sueños no son cuestión de dinero, clases sociales o edad. Me deshice inmediatamente de esos pensamientos, tuve miedo por un instante de convertirme en un bicho raro como ellos dos y retomé las labores diarias. El día transcurrió sin ningún tipo de altercado, como era habitual. Alrededor de las cuatro de la tarde pasadas, ya habían sonado las campanas de la parroquia San Bernardo, vi al señorito Rafael paseando sin rumbo por el patio de ingreso a la fábrica. Pretendía hacerse el distraído, pero con esa actitud llamo mucho mas mi atención. Lo deje un rato merodear, mientras lo observaba por la ventanita de la garita. Caminaba de un lado al otro con calma, volvía sobre sus pasos, estiraba el cuello para ver hacia la calle y volvía a empezar. Dude un momento, no comprendía si buscaba ser descubierto, o solo estaba haciendo una de esas pruebas raras artísticas a las que a veces me sometía dejándome en ridículo. Por ello continúe dentro de la construcción, siempre expectante pero no tenia ganas de ser blanco de su risa hoy.

Después de un rato considerable, durante el cual no dejo de moverse. Lo vi correr a la puerta de entrada y comenzar a hablar con alguien. No llegaba a descubrir al interlocutor, desde mi ventana solo podía ver su espalda. Al final, estiro el brazo como ofreciendo un apretón de manos y continuo su camino en esa misma dirección sin voltear. Me quede con la intriga de lo sucedido. Pronto, las campanas volvieron a sonar, en simultaneo todos los portones de la fabrica se abrieron y las columnas de trabajadores comenzaron a migrar. Yo cerré la puerta de mi lugar y me sume a ese tren de vagones humanos que recorrerían algunas pocas cuadras: algunos para asistir a misa, otros a la sinagoga y los que como yo no teníamos muy claro en que creer, íbamos a casa a tomar mate con torta frita.

Al día siguiente, me presente a trabajar y todo sucedió como siempre. La rutina fue casi similar a la de los días anteriores, las conversaciones sobre temas similares y a media tarde nuevamente en la oficina principal los hermanos Benedit repetían escena. El sermón del mayor de los hermanos era ignorado por el menos de ellos, quien solo había modificado su actitud en algo: se encontraba parado frente al ventanal, expectante como si esperase el arribo de alguien. Al cabo de unos minutos, vi en sus ojos un destello como quien visualiza a un conocido entre la multitud. Gire mi cabeza y allí parado estaba Ismael Argam, el hijo de Ana mi vecina. Lo observe sorprendido, traía una valija de madera casi tan grande como él que a duras penas podía arrastrar.

– Ismael, ¿Qué haces aquí, con esa valija?

– Buenas Tardes vecino, vine a trabajar.

– ¿cómo es eso? – interrogue –

– Simple, uno realiza una labor y obtiene recompensa. ? respondió el niño con un tono burlón ?

– ¿El señor Salvador te ha contratado para trabajar en la fábrica? ? pregunte incrédulo.

El niño iba a comenzar su explicación, cuando Rafael desde la otra punta del patio corría con una silla en la mano al grito de: – ¡Hola Ismael!, ya estoy aquí. – El pequeño, paradito al lado de la caja lo saludo con una de sus manos en alto. Se corrió hacia el costado del portón y comenzó a desarmar aquella valija. Yo no sabia de que se trataba todo ese despliegue, por lo cual seguía firme allí esperando el arribo del dueño del circo. Rafael un poco agitado, apoyo la silla cerca de donde el niño había desarmado la valija y la había convertido en un puesto de lustrabota. Tomo asiento y entrego sus pies al trabajo del niño. Yo no entendía nada, pero a ninguno de los dos pareció importarle mi presencia, es más entablaron conversación entre ellos sin incluirme. Terminado el trabajo, Ismael volvió a acomodar la valija y recibió unas monedas de parte de su cliente y cada cual volvió por donde había llegado, cargando los mismos bártulos del inicio. Los días trascurrieron todos similares. Ismael seguía llegando puntual todos los días, Rafael cruzaba el patio corriendo con la silla a cuesta y la lustrada de botas comenzaba. Por supuesto, seguían ignorando mi presencia en el lugar, yo observaba por un rato y luego regresaba dentro de la garita. Ellos dos, parecían no dejar de tener tema de conversación. Ismael narraba historias cotidianas: sobre sus tareas de la escuela o el juego de fútbol al lado del arroyo. Rafael le hablaba de arte. Para todo lo escuchado parecía tener un poema, una fábula o una anécdota sobre algún artista y podía relacionarlo. Ambos reían, pasaban el rato y al despedirse se miraban cómplices mientras al mismo tiempo decían: – ¡Un poquito más cerca del sueño!

Juro que no entendía nada, y al parecer Salvador menos. Hacia días, lo descubrí espiando sin recaudo por su ventana con expresión de asombro, pero nunca intervino al respecto. Llego noviembre y la frase de despedida cambio por: ¡Casi nada para el sueño! A mí me seguía dando intriga, aunque jamás me atreví a preguntar. Un día crucé a Ana, y sutilmente le comenté lo acontecido para ver si me brindaba más información. Solo dijo saber, Ismael le había contado, pero era una sorpresa para fin de año por lo cual no podía dar mas detalles. Hacia fines de noviembre una mañana húmeda, pero con un sol radiante, llegue a tomar el turno y mi compañero de la noche entre las novedades comentó:

– Anoche el señor Salvador se fue muy tarde y enojado. Discutió con su hermano cuando este se despidió, esa misma noche abordaba un barco a París.

No le di mucha importancia al comentario en principio. Pero a las cuatro de la tarde cuando llegó Ismael lo recordé. Él como habitualmente, comenzó a armar el espacio y esperaba aparezca su cliente corriendo, como solía suceder. Lamentablemente, aparecí yo y le comenté: – Ismael, el señorito Rafael viajó a París. Hoy no vendrá y tampoco se sabe cuándo regresará.

El niño me oyó desconcertado, dejó de armar por un momento el puesto de lustrado. Me miró fijo y respondió: – Imposible, hoy es mi última moneda para llegar a cumplir mi deseo. Esa información es falsa.

Retomo el armado y se dispuso a esperar en silencio. Me daba una pena enorme verlo esperar sin sentido, intente hablarle varias veces y me arrepentía al ver su mueca llena de esperanza. Después de casi cuarenta y cinco minutos, me atreví a confrontarlo: – ¿De qué se trata todo este circo?

– Nada de circo ? contestó furioso corriendo el flequillo de sus ojos.

– Bueno Ismael, este despliegue que llevaron adelante tu y ese otro soñador.

– Rafael me planteó un negocio y yo acepte ? dijo serio, hablan casi como un adulto y me explico – Él me vio detenerme muchas veces a mirar los zapatos del cartel ? se le iluminaba la mirada mientras los mencionaba ? Entonces, me propuso darme trabajo así yo pudiese juntar el dinero y comprarlos. Hoy era mi último día de trabajo, con esta moneda voy a tener todas las necesarias para comprar el par de zapatos. Por eso, te digo que entendiste mal. Rafael no pudo haber viajado porque hoy era el último día para el sueño.

– Comprendo. ? acuse, en verdad sin entender nada ? Igual, te lo aseguro se fue y no va a venir por su lustrada.

No obtuve ninguna respuesta, solo una cara de enojo y desinterés sobre lo dicho. Pronto llego el fin de mi turno. Las puertas de toda la fabrica se abrieron y los obreros salieron encolumnados como todas las tardes. Yo también me sume a esa columna y me aleje pensando en el pequeño y su desilusión. Al día siguiente, nuevamente en el cambio de turno mi compañero me hablo de Ismael: – Anoche se quedó un niño sentado aquí en la puerta hasta tarde. No se si esperaba algo, de un momento a otro, levanto su valija y partió.

– Si, esperaba a Rafael. Le explique estaba de viaje. No me creyó e insistió en esperarlo.

Ambos nos reímos al respecto y cambiamos de tema. Puntualmente, a la cuatro de la tarde sonaron las campanas y luego arribó Ismael por la puerta principal. Apoyo su valija sin desarmarla y se sentó a esperar.

– Sigue de viaje ? le comenté.

– Lo esperaré, ya va a regresar ? insistió –

Transcurrieron los minutos y nada parecía desanimar su espera. Al llegar el final de mi turno. No pude con tal desolación y en lugar de sumarme al tren humano, como habitualmente hacia la salida, atravesé la masa a contracorriente e intenté llegar al despacho del director. Una vez allí, toque la puerta con el mayor de los respetos. Su secretaria ya se había retirado. Aguarde un instante eterno en la puerta de entrada hasta oír un sutil: – Si, adelante.

Ingrese de puntillas, no sabía que iba a decirle, ni cómo hacerlo. Jamás había entrado a esa oficina.

– Buenas tardes, señor Salvador. Disculpe la molestia, se que usted esta muy ocupado. – Contrario a mis fantasías el dueño de ese imperio levantó la mirada de sus papeles y me regalo una sonrisa. Con una voz muy cálida comenzó la conversación:

– Ernesto, ¿verdad?

– Si. – dije un poco sorprendido, no comprendía como sabia mi nombre.

– Vamos hombre, avance y cuénteme que lo trae por acá.

– Miré, yo … ? comencé a titubear –

– Está bien, lo voy a ayudar. Usted viene a hablarme del circo de mi hermano y el pequeño ¿no?

– Pues, sí. ? finalmente me relaje, aparentemente él también quería saber al respecto, no estaba solo interrumpiéndolo.

– Bueno, lo escucho. ? se reclino sobre el respaldo de la silla y me miro con sus grandes ojos.

– Le comento – relaté la historia que el día anterior me había contado Ismael, con todos los detalles, incluyendo la partida de su hermano y la falta de la ultima moneda.

– ¿Entonces usted vino aquí a pedirme?

– La verdad patrón no lo sé, me parte el alma ver su desilusión y me gustaría ayudarlo.

– Bueno, valla a buscar al niño y vengan los dos a mi despacho. Vamos a buscar la forma de solucionar esto.

Baje rápidamente, no me alcanzaban los pies para saltar los escalones. Cruce el patio corriendo como lo hacia habitualmente Rafael, lo agarre del brazo a Ismael y volví a correr en dirección a la oficina de Salvador. El niño parecía un barrilete en mi mano. Él no entendía nada, pero me siguió confiado, aunque aún con su carita triste. Llegamos a la puerta de la oficina del jefe. Entre nuevamente de puntillas, arrastrando al pequeño y me pare frente al escritorio de Salvador, quien nuevamente levantó su mirada de los papeles, nos miró fijo y enfocándose en el pequeño preguntó: – ¿Vos sos Ismael?

El niño no dijo nada. Las largas charlas con Rafael aparentemente le habían agotado las palabras.

– Bueno ? agregó el hombre detrás del escritorio ? comprendo que no quieras hablar, pero seguramente vas a querer leer la carta. – Abrió el cajón derecho de su escritorio y sacó un sobre. En el frente decía con letra imprenta mayúscula ISMAEL. – Mi hermano dejo esto antes de irse. Me advirtió que pronto vendrías. También dijo que luego de leer la carta vos tendrías todo lo necesario para cumplir tu sueño y le prometí yo te ayudaría.

Con un poco de vergüenza o desconfianza, Ismael tomó el sobre, lo abrió y leyó en voz alta:

Amiguito, me fui a París a cumplir mi sueño. Pero no me olvide del tuyo. Dentro del sobre está tu última moneda, a mi regreso me lustraras las botas con tierra parisina para dar por cumplido el trato.

Mientras tanto disfruta de tus acordonados, lustralos todos los días y cada vez que los veas recordá:

Con esfuerzo todo se logra. El mundo es tuyo.

Afectuosamente Rafael Benedit

Ismael, no dijo palabra. Busco dentro del sobre y encontró la moneda. La apoyó sobre el escritorio. En el mismo silencio, revisó el bolsillo derecho de su pantalón y saco un puñado de monedas, las sumo a la ya estaba apoyada. Lo mismo hizo con el bolsillo izquierdo y luego con los del saco. Cuando toda la montaña de monedas estuvo sobre la superficie, con sus dos manos las arrastró hacia Salvador y por fin habló: – Señor, creo que esta todo el dinero. ¿Usted podría venderme un par de zapatos colegiales acordonados, como los del cartel de la puerta? Su rostro se iluminó nuevamente, como cada vez que se detenía a observar y yo lo interrumpía mandándolo para el colegio.

Salvador, tenía sus ojos vidriosos y se encontraba totalmente sorprendió. Finalmente, emitió un sonido un poco distorsionado. La emoción le había robado parte de su voz. Una pequeña tos aclaro el momento y agregó: – Veo que Rafael no es el único soñador en este mundo. Por supuesto, puedo venderte ese par de zapatos. Espero tus padres estén muy orgullosos de ti, por tu esfuerzo y perseverancia.

No resta agregar mucho más a esta historia, solo que en ese momento yo también tuve un deseo: aprender a escribir e inmortalizar este hermoso cuento de sueños cumplidos. Hoy a mis sesenta y ocho años lo logré.

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