Las Malas Decisiones

Las Malas Decisiones

Letuner

27/02/2020

«Un día te despertás y seguís dormido

en esa vorágine que te corroe por dentro…»

Lo que Tejen las Arañas


—Buenas tardes, gracias por comunicarse con Individual, mi nombre es Horacio García ¿en qué lo puedo ayudar?

Cuando entré a trabajar al call conocí a Carla; era como parte del inventario de la empresa, estaba allí desde hacía tiempo y era una empleada modelo. No una chupaculos ni nada parecido, aunque muchos lo creían y la detestaban un poco por eso. Pero es que no la entendían; la piba sólo quería hacer bien las cosas —estamos poco habituados a ver gente así— y si su trabajo hubiese sido barrer la vereda de seguro su vereda habría sido la más limpia de toda Cretonia. Era un blanco fácil para los ineptos que no saben ver más allá de las apariencias. Era fácil caerle con todo el peso de las burlas y los estereotipos, porque además, era extremadamente nerviosa y tenía algunos tics. Creo que por eso me cayó bien de entrada, no era del agrado de la mayoría, aunque luego sus actitudes y aptitudes fueron confirmando lo que unos pocos sospechábamos, y aunque luego la mayoría la terminó entendiendo y apreciando. Hablaba de manera acelerada, cualidad muy compatible con este tipo de trabajo en donde el tiempo se cuenta en segundos: doscientos ochenta —en promedio al finalizar el mes— por llamada, por ejemplo, y así… pero ella lo hacía todo el tiempo y a muchos les parecía gracioso. Se movía de forma torpe también, y a gran velocidad, aunque no hubiera apuro. Es cierto que alguna vez pensé en decirle que podía tomarse alguna pastilla para relajar un poco, pero no teníamos tanta confianza. De todas maneras, lo que quería contar era que la muchacha se esmeraba por hacer bien su parte, y debía ser la mejor. Lo sabía todo —referido al trabajo claro— y tenía una memoria prodigiosa, se acomodaba a los cambios, entendía rápido y esas cosas; yo tengo que esforzarme por recordar la contraseña de mi usuario en la PC para no bloquearla, cosa que igual sucede dos o tres veces por semana. Durante un buen tiempo la vi hacer bien su trabajo mientras otros bajábamos a fumarnos en el break o directamente llegábamos algo ebrios de la noche anterior. Recuerdo un día en particular: trabajaba en domingo y el sábado a la noche había muerto en la casa de unos amigos en el lado opuesto de la ciudad; cuando resucité vi que tenía el tiempo justo para llegar, y así no tener que pasar otro parte de enfermo, lo que luego implicaba ir a la guardia de la obra social acusando los síntomas típicos de una gastritis, esa no fallaba nunca… pero no, si salía ya estaba a tiempo aún; me lavé la cara, tomé dos mates y salí corriendo. Ya en el tren me atacó el hambre y no tenía un peso encima para comprar nada, sólo la de débito, que me iba a servir si lograba llegar al trabajo; allí había de esas máquinas que dan gaseosas, y otra café y otra con algunas golosinas y uno que otro paquete de bizcochitos; con todo eso podría terminar de meter el alma otra vez en el cuerpo, no había tiempo para cajeros automáticos. Pero en el subte, que era el último tramo, la cosa se puso difícil en serio; me bajó la presión, hacía calor —y más ahí abajo— pero el sudor en mi espalda era algo frío, después en la cara y en todo el cuerpo, tenía la remera empapada, y aun estando sentado, veía el piso moverse un poco hacia los lados, y todavía faltaba caminar las cuatro cuadras desde el subte hasta el trabajo, si no me desmayaba antes, aunque nunca me había desmayado. Las repté como pude a un ritmo muy lento y sosteniéndome de las paredes por momentos; así comencé mi jornada ese día fatal. Luego sí, una gaseosa, un café y los bizcochitos (que me trajeron los chicos porque yo no podía levantarme de mi box) y el renacer. Bueno, algunos íbamos así a trabajar, Carla no.

—¡Me come todo el crédito!

—¿La consulta es por la línea de la cual se comunica? —pregunté.

—Sí, Individual.

—¿Pero ésta línea de Individual u otra? —insistí.

—¡Esta! ¿Cuál va a ser?

—Vea señor, a veces nos llaman desde una línea para consultar por otra. Respecto de los consumos recuerde que puede visualizarlos por la página web, ingresando con su número de línea y clave.

—No tengo página web —casi gritando.

—No, la página web es de Individual, usted sólo debe crear la contraseña llamando al asterisco clave, que es el asterisco dos cinco…

—¿Ah?

—No se preocupe, lo vamos a verificar desde aquí, le pido dos minutos en línea, no corte por favor —y le puse música.

Giré hacia mi derecha:

—Che Cata, ¿a qué hora salís de break?

—Ocho menos veinte —contestó— ¿vos?

—Uh… a mí me mataron esta semana con los horarios. Nueve y media, un toque antes de irnos.

—Tomate los diez de baño boludo, vamos a ir con Belén a fumar a la plaza.

—Dale… —y volví a la línea.

No sé si fueron trece (como dice la canción) pero desde más de diez años seguro haría que estaba elucubrando entre las sombras; muy pocos sabían de mi plan secreto, estaba jugando al alquimista, «y Dios, que sabe de alquimia…»: al final es siempre lo mismo, la casa —la máquina— se queda con todo. Tampoco ustedes van a saber de qué estoy hablando, y es que realmente no tiene importancia, sólo diré que había estado buscando la fórmula secreta que esconde el universo, la gran fisura que iniciara la caída de la toda la estructura —ni más ni menos— por años; bueno, al menos cuando estaba sobrio, que no era tan seguido. Y así se fueron quemando las horas y las pestañas; en esa empresa no escatimaba esfuerzos —el asunto requería de toda mi energía— después de todo, estaba bailando con el cosmos. Estaba completamente loco, ahora lo sé, pero en el momento había una adrenalina salvaje que me cegaba y me llenaba de fuerza; estaba completamente loco y los locos no toman buenas decisiones.

—Horacio ponete en coaching y vení a la sala del fondo —mi jefa, un ser adorable y completamente prescindible; era difícil odiarla tanto como encontrarle una utilidad. Los coachings eran esas reuniones en donde nos explicaban que la gente era idiota y que iba a comprar todo lo que nosotros le ofreciéramos; aunque no trabajábamos en ventas, mientras les resolvíamos los reclamos intentábamos venderles algo —eso sumaba plata extra pero muy poca— a pesar de que (de acuerdo a eso y aunque no lo hicieran) técnicamente deberían habernos categorizado como vendedores, lo que no se hacía porque sino nuestro sueldo habría sido más alto, y eso ubicaba a la empresa del lado de afuera de la ley, pero la ley no parecía importar mucho ahí. Y ponerse en coaching básicamente significaba apretar un botón para que al finalizar la llamada no ingresara otra. Esos reuniones eran un sufrimiento y no solo por lo dicho antes, sino además por la forma ridícula en que exponían sus ideas revolucionarias; creían —o querían hacernos creer— que estaban descubriendo la pólvora, aunque sospecho que en verdad lo creían.

—Gracias por aguardar y disculpe por la demora —retomé— estamos revisando sus consumos; el sistema anda un poco lento hoy, aprovecho mientras para contarle que por la promoción puede usted comprar un equipo nuevo para su línea con tarjeta, en cuotas y envío a su domicilio por correo.

—¿Ah?

—Si quiere comprar un teléfono nuevo.

—¡No! ya tengo un teléfono, llamo porque me come todo el crédito.

—Mire que lo puede pagar en doce cuotas…

—¡No quiero un teléfono! ¿no me entendés vos?

—Sí señor, pero su línea tiene promoción, entonces se lo tengo que ofrecer y hacer al menos un rebate, son políticas de la empresa, aunque se supone que esto último no debería decírselo…

Después de tres años de hacer lo mismo, y lo mismo (casi) siete más en otro call, ya estaba un poco cansado de ver cómo las empresas estafan a la gente y cómo la gente puede escuchar sin oír una palabra, estaba buscando la complicidad de mi interlocutor, de alguna manera, pero una vez más no la iba a encontrar…

—¿Y a mí qué carajo me importan las políticas de la empresa? —gritó furioso— ¡Quiero que me devuelvan la plata, manga de ladrones!

—De acuerdo, permítame verificar… dos minutos en línea por favor, no corte —y nuevamente lo puse en hold (música).

-Cata… —no me responde, está discutiendo con un cliente— dale pajera! mutealo (apretá el mute, o sea, que no pueda escuchar lo que decís).

—Me tienen los huevos llenos… ¿qué pasa?

—¿Belén trajo flores o el prensado del otro día? era malísimo…

—Mmm… no sé, supongo que el prensado.

—Uh… qué mierda, me hizo doler la cabeza.

—Sí es una bosta —aguarde en línea por favor— pero bue… es lo que hay. ¿Vas mañana a lo de Maty?

—No creo… cambié el horario para el viernes, hago a la mañana, si voy sigo de largo —dos minutos más por favor— ¿Quiénes van?

—Los de siempre, y por ahí viene… ¡uh… este boludo cortó! —Buenas tardes mi nombre es Catalina Beláustegui ¿en qué lo puedo ayudar? —volvió a línea.

—Semana complicada ésta, gente —dijo la jefa ni bien entró a la sala de torturas. Como si no lo supiéramos; habían limpiado a casi la mitad del personal, algunos sólo seguíamos ahí porque nuestra antigüedad —lo que en un call son tres años— hacía más costoso nuestro despido. Semana complicada, aunque yo jugaba a otra cosa; la empresa tenía sus planes y yo los míos. Semana complicada y me quedaban alrededor de ciento cincuenta antes de poder dar vuelta la página, pero ese era mi secreto. Con treinta y siete años varios se preguntaban qué hacía aún ahí; especialmente los pibes más chicos, que al igual que yo hace tantos años, también prometían un poco. Ojalá me hubieran ofrecido pagarme el sueldo por otros tres años sin trabajar, como un pequeño adelanto de mi jubilación; tres años de retiro con lo que ya llevaba aportado y luego otra vez al ruedo, a empezar de cero, pero desde otro lugar; lo habría firmado sin dudarlo. Ya no tenía ganas, miraba a los chicos de dieciocho o diecinueve años hacer mi trabajo más rápido que yo; con un poco de suerte podían tener futuro. Tal vez, pero no lo otro, nada de eso iba a pasar, necesitaba de esos treinta y seis meses para terminar mi incipiente y tardía carrera; luego, con algunos contactos que había hecho en tantos años y trabajos, el empleo estaba asegurado. Sólo faltaban seis semestres, el tiempo no es mucho ni es poco fuera de un contexto; para mí ahora esa cantidad era una vida, y debía seguir pagando las cuentas; hasta los cuarenta ¡qué locura! tenía que aguantar, no sabía ganarme la vida de otra manera. Me levantaba cada mañana dándome aliento, como un jugador de fútbol, para convencerme de que la cabeza me iba a aguantar.

—Vos Horacio te vas a encargar de… —y ya dejaba de escuchar lo que la jefa me decía; asentía con la cabeza, me sabía de memoria todo lo que se hacía ahí adentro, y sobre todo lo que no se hacía. Si hubiera sido por la experiencia podría haberme eternizado en el puesto que ya odiaba y que necesitaba tanto: —Son sólo tres años —me decía mientras ella hablaba en cada reunión— hace más de diez que hacés lo mismo, podés aguantar otros tres. Pero… ¿y el cuerpo? ¿y la cabeza? ¿aguantarían? No era mi orgullo lo que estaba en juego ya, sólo a veces me sentía un poco ridículo. No me molestaba tampoco que un par de meses atrás lo hubieran ascendido (aunque fuera de esos ascensos jerárquicos, en los que trabajás más por lo mismo) a Cristian —para que gane confianza, total vos… —y nunca se atrevían a terminar la frase. Nada de eso, simplemente tenía que obtener el título para retirarme y empezar, sí a los cuarenta, una etapa nueva. Si hubiera podido cerrar los ojos en esa puta sala y abrirlos en la ceremonia de entrega, juro que lo habría hecho, nada me motivaba ya de mi trabajo, sólo cumplía con lo necesario para mantener el puesto.

—Gracias por aguardar nuevamente… bien, verificamos que hizo una recarga el día lunes, de cincuenta pesos, se le descontaron veinticinco del préstamo y nueve con noventa y nueve de internet por día el mismo lunes, y luego nuevamente el martes, por eso le quedan cinco pesos con dos centavos. Recuerde que puede consultar su saldo por el asterisco ciento cincuenta numeral, sin costo.

—¡Pero yo no uso internet! —interpeló el cliente.

—Entonces debe desactivar los datos móviles desde el teléfono, sino la línea se conecta y se le cobra el servicio, aunque usted no lo use.

—Pero si desactivo los datos no puedo usar whatsapp.

—Señor, si usa whatsapp entonces está usando internet.

—¡No…! ya te dije que no uso internet ¿o no escuchás vos? sólo whatsapp…

—Señor, whatsapp es una aplicación que funciona a través de internet, sin conexión no puede usar whatsapp.

—Entonces me conviene enviar mensajes de texto.

—Cada mensaje de texto tiene un costo de un peso con noventa y nueve, si envía cinco mensajes le sale lo mismo que internet las veinticuatro horas.

—¡Por eso…!

—Como usted lo desee, puede desactivar los datos móviles y enviar mensajes de texto.

—Sí pero eso me consume todo el crédito.

—Es lo que trataba de explicarle…

—¿Y qué me comió el crédito al final? si yo no mandé mensajes…

—Le acabo de enviar un SMS que le indica cómo generar su clave, para que usted mismo lo pueda ver por la página web.

—No tengo página web.

—¡Usted no necesita una…! —dije ya gritando.

¿Por qué dejé la carrera de leyes? Es cierto que no me apasionaba, pero estoy seguro de que no podría haber sido peor que esto… respiro hondo.

—De acuerdo, le voy a solicitar cuatro minutos en línea mientras busco nuevamente la información, no corte por favor.

Miro mi sánguche en el escritorio, parece que él también me estuviera mirando; cuatro minutos es un montón de tiempo en un lugar así, un par de bocados y retomo la llamada.

—Gracias por aguardar en línea y disculpe por la demora… como le explicaba… y otra vez empiezo con la misma información de antes…

—No… dejá —me interrumpe— ¿sabés qué? me voy a cambiar de empresa.

—Dígame qué podríamos ofrecerle para que prefiera quedarse en Individual.

Ante una manifestación de ese tipo, las empresas ofrecen «ofertas especiales» a los clientes, muchas veces directamente saldo en su línea: hasta hay una tabla en la que, de acuerdo a la categoría del mismo, A, B, C… hasta llegar a la última que se llama «marginal» —desde el que más paga o recarga hasta el que menos— se nos indica con cuánto podemos sobornarlo cada seis meses intentando retenerlo.

—Que no me cobren diez mangos por usar whatsapp…

—O sea, ¿usted quiere internet gratis?

—¡No internet no! sólo whatsapp.

—Dejéme consultarlo con supervisión, son cuatro minutos en línea por favor…

Con el transcurrir de los meses —y los años después— y las frustraciones, trabajando con herramientas obsoletas y objetivos inalcanzables, con jefes inoperantes que sólo mantenían sus puestos a fuerza de olfatismo. Con una ausencia total de motivaciones y ante la falta de oportunidades para alguien muy capaz de hacer más de lo que estaba haciendo, fui testigo de cómo destruían el espíritu de Carla, una chica que, entre otras cosas, jamás faltaba o llegaba tarde. Y lentamente comenzó a perder el interés por el trabajo, por hacerlo bien, y cómo culparla si los inútiles que tenía al lado sobaban el lomo indicado y unos meses después eran sus jefes, aunque en ocasiones ella tuviera que explicarles cómo se hacía el trabajo. Recuerdo que hablamos un par de veces del asunto, y recuerdo también cómo su parecer había cambiado tanto desde la primera vez que tuvimos una charla de trabajo —en realidad nunca tuvimos una de otro tipo, no éramos amigos, sólo nos llevábamos bien— y la última, poco antes de que nos dejara. Una tarde, ya de las últimas semanas antes de que renunciara, abatida, pude verla (escucharla) atender como si fuera una piba entrada la semana pasada, había perdido el deseo, aunque se tratara simplemente del deseo de hacer bien ese trabajo de mierda. Nada habían dejado de ella en esa empresa criminal. Creo que no me saludó al retirarse en su último día con nosotros.

—Te dejaste estar… ¿por qué no empezaste antes? —dulce, Claudia como siempre, pragmática. Claro, dejame que retroceda el tiempo y empiece la carrera cuando tenía treinta, así ahora ya me habría recibido y no estaría rompiéndome el culo tratando de correr a la par de pibes de veinte años todos los días… Pero igual Claudia ya se había ido, no confiaba en mi plan o entendía que era tarde, pero ¿qué otra cosa podía hacer? Al fin de cuentas ella tenía razón, era antes, era ayer, pero no fue, así que tenía que hacerlo ahora porque no había plan B, o en todo caso el plan B era… bah, no quería ni pensarlo. En la escuela a veces también me sentía un poco ridículo; tenía compañeros de mi edad y hasta mayores, pero sobre todo —y en gran número— pibes recién salidos de la secundaria que me miraban sin saber muy bien qué hacía ahí; igual que en el trabajo, en donde los chicos me querían, de seguro no me entendían pero me buscaban todo el tiempo, tal vez creían que yo sabía algo que ellos no. La verdad es que no me importaba nada de eso, necesitaba mantener el puesto por tres años más, ese era el plan, que en verdad de secreto tenía poco, era lo inverosímil lo que lo hacía ciertamente mágico; nadie creía que pudiera sostenerme durante ese tiempo, yo mismo no lo sabía. Además tenía que asistir a clases, ir al día, estudiar, pasar todos los exámenes —no podía darme el lujo de reprobar ni una materia— y hacía tanto que no estudiaba; llevaba poco más de un mes de cursada y ya sentía las neuronas cansadas. Y Claudia no iba a volver porque «nunca pensaste en tu futuro» y los nenes estaban creciendo y mi primera ex necesitaba la cuota todos los meses, y el alquiler y la sala de torturas y las miradas —a veces risas— de los futuros cracks de la escuela y del tabajo, y la guita que no alcanzaba, y esta cabeza que no para nunca, como un reloj. Estaba a prueba de manera constante; ahora, por la escuela, pensaba en semestres: —son seis y te retirás Horacio —me decía, —son cinco semestres y un poco más si contamos que ya estás cursando el primero —y así convenciéndome a medias me levantaba por las mañanas para ir a trabajar. Animándome con la idea de que además en la escuela me iba bien, era como un extraño referente, un contraejemplo quizá, pero me iba bien, el problema era el tiempo. El problema era no haberlo hecho antes, mirar para atrás y no saber a dónde se habían ido los años, en qué momento me levanté un día a esta edad y en este laberinto. Las caras nerviosas de mis compañeros, un poco de culpa de sobreviviente mientras volvemos a nuestros puestos —algunos ya pasamos por esto otras veces— pero yo voy ajeno a todo eso, pensando en que son tres años, menos de mil días en realidad, para tener una nueva oportunidad. Así, a dar lo que me queda, levanto la primer llamada del día, como siempre, a renovar mi contrato por otros seis meses. Esperando el retiro, esperando el comienzo.

Antes, mucho antes de empezar siquiera a planear el retiro y el comienzo, mucho antes hubo una noche en que casi… pero no, otra vez no me animé, y nunca había estado tan cerca. Pensé que cada vez me arrimaría más hasta finalmente tener el valor, pero tampoco; esa fue la vez que más cerca estuve, luego nunca fui tan valiente como en esa oportunidad en que casi, y no estoy hablando de muerte ni nada parecido. Los años fueron pasando, y un día me encontré acá en donde nada parece suceder más allá de lo que escupen estas manos por el teclado, aunque estén pasando un montón de cosas también.

Todo empezó como por casualidad, pero antes debería explicar un poco el contexto, como para que se entienda y no crean que estoy loco o algo parecido. Sí, no me es indistinto que crean que estoy loco; un montón de cosas —de sus cosas— me importan nada, pero que quede claro que no es esta la imaginación de un demente. No soy eso que a veces me dicen por ahí, aunque no me lo digan a mí porque claro, ya saben, eso no se hace… Verano, vacaciones, adolescencia… ese fue el punto de partida —de los peores si me preguntan— de esta maraña de idas y vueltas que me encontró finalmente cara a cara con la máquina, y a punto. Es que había estado todo tan raro ese verano. Antes, de chico, no eran tan distintos al resto del año, excepto porque no iba a la escuela claro, pero lo demás permanecía igual; los mismos amigos, los mismos terrenos baldíos y viejas con escobas echándonos de sus veredas. Con los años nos seguirían echando pero con miedo, amenazas de policías y el Don ahí atrás casi como un guardaespaldas, no vaya a ser cosa que alguno se revirara y… Pero no, nunca nos revirábamos; sabíamos de alguna forma ignorada que esas viejas no eran el enemigo, o tal vez porque creíamos que pronto iban a morir. En efecto, muchas de ellas lo hicieron —hoy todas claro— a partir de ese verano, o tal vez nosotros empezamos a advertirlo a partir de ese verano. Eramos un grupo de ocho o nueve, es curioso que nunca más los volví a ver; aunque ese sentimiento de amistad eterna sea propio de esa edad, es raro que nunca nos hayamos vuelto a cruzar, ni por casualidad; después de todo Cretonia no es tan grande, y todo el tiempo te estás cruzando gente indeseada, no me habría desagradado cruzarme con alguno de mis amigos de la infancia última, aunque tal vez ni nos habríamos reconocido; puede que hubiera sido algo muy triste que arruinara un recuerdo que no es tan feo como la mayoría… aunque a la distancia se vea todo tan gris e inútil. Lo que trato de decir es que andábamos saliendo de la infancia para convertirnos en eso que sos cuando tenés unos trece años, que todavía ni siquiera se parece mucho a lo que vas a ser cuando tengas veinte, ya mucho más similar a lo que vas a ser de viejo. En el medio de toda esa confusión está esa otra confusión; el adulto, y qué hacemos con el que somos. Ahora sé que era un chico bastante perturbado preocupándome por esos asuntos antes de empezar a tener granos en la cara; debe ser por eso que los otros chicos… menos mis amigos claro. Ellos entendían que nunca iban a comprender mis motivaciones, pero nos reíamos juntos, y entonces pocas otras cosas importaban. Así fue que sucedieron las cosas del verano (de los nuevos veranos) que más o menos son iguales para todos nosotros en Cretonia. Todo nuevo: coger, fumar, tomar… el deseo, la traición, el desengaño y el deseo otra vez. Cualquier cosa y el deseo otra vez. Cagás, comés o dormís y después siempre hay deseo. Incluso después de coger hay deseo de coger, tal vez con otra mina o hasta incluso con la misma; deseo. Entendemos más o menos cómo es el juego cuando ya estamos un poco pasados de cocción, tal vez si viviéramos unos doscientos años… aunque también puede ser exasperante, vaya uno a preguntarle a Los Inmortales de Borges, si la eternidad —o cualquier cosa que se le aproxime un poco— es deseable, hablando de deseos… Al menos así es cuando tenés tanta energía como para andar en bicicleta porque sí la tarde entera, o jugar a la pelota, o correr sin motivo alguno. Me han dicho que algunos adultos siguen haciendo esas cosas, y antes de pensar en lo ridículos que deben verse, me invade una envidia inexplicable; no quisiera ser como ellos y al mismo tiempo admiro su capacidad de estupidizarse. Pero ese verano nadie pensaba en Borges o en longevidades ingratas ni salvadoras. Cerveza y nada más; tu vieja y nada más… eran palabras que decíamos para molestarnos. Yo creía por entonces que tomarse un litro era de temerario; tu vieja soñaba con tomarse un litro alguna vez. Y es que hablo en general, pero entre tantas cosas que pasaron ese verano, pasó ella con su desavillé medio antiguo, sus tetas un poco caídas y ese culo herido de muerte. Pero entonces no la veía de esa manera, no… era el objeto de deseo —uno de ellos— de varios de nosotros, después de todo la vieja, que no era entonces más grande que yo ahora, y que ahora sí debe estar incogible, aunque probablemente alcance también alguna vez yo su edad y seguro voy a querer coger, bueno, al menos un poco —el deseo también va muriendo— todo se arruina… después de todo la vieja no estaba tan mal. La noche que mencionaba ocurrió muchos años después; ya un litro de cerveza no era de temerario sino de persona mínimamente civilizada, y los culos viejos no me llamaban tanto la atención, y mi culo —¡y peor aún!— mi verga se estaban poniendo viejos. Un litro de cerveza… algunos se seguían escandalizando, qué gente de mierda. Yo creo que Chinaski no me gustaba tanto por su literatura como por su ebriedad confesa y sin culpa. Resaca y culpa; debilidad número uno del borracho en formación. Todo parecía estar yéndose a la mierda —otra vez— en Cretonia, esa ciudad que no sabía más que arruinar a su gente, ¿o sería al revés? qué importa ya, si estábamos con la mierda al cuello… y un litro de cerveza era a veces un lujo no permitido, ¿valdría la pena vivir? tantas cosas habían pasado entre aquél verano y la noche terrible, la mayoría inútiles; aunque también estabas vos y dos o tres cosas más que me incitaban a seguir creyendo, y después de aquella noche la nada misma, la máquina sonriente. A veces no estaba tan seguro de querer volver a tener el valor, pero a veces también estaba sobrio un par de días seguidos y… un litro de cerveza es lo que necesitaba ahora para no saltar por la ventana; puta noche vanidosa que me mira desde afuera sobradora, ya sé… vivo en planta baja. Un litro de cerveza no comprado ahora que estoy en el medio del campo y son las tres de la mañana; no se me ocurre una decisión más estúpida que esa. Nos vendieron la vida sana, comer bien, dejar el pucho, las drogas, el alcohol… si es posible no haberlos agarrado nunca. Pero… ¿cómo mierda voy a dejar el cigarrillo si nunca fumé en la vida? El tal Alvarez tenía razón, primero hay que hacer para poder dejar, pero ¿quién quiere dejar? Nos vendieron hacer ejercicio, dormir temprano, trabajar ocho horas… nos vendieron tantas cosas que no nos alcanza el tiempo ni la plata para poder comprarlas. Convencionalizaron que estaba mal no seguir ciertos parámetros y entregarse de lleno al placer, convencionalizaron… qué palabra de mierda, súper institucionalizado, puteando mi suerte y mis decisiones y mis palabras de mierda, todo por un trago, todo porque sí, todo por los no… las malas decisiones ya estaban tomadas.

El cliente seguía esperando, miro por reflejo a mi supervisor —tal consulta no va a existir porque el planteo es ciertamente irracional, pero todavía me queda medio sánguche— que está ocupado chupándole el culo a una de las jefas de piso. Siempre tan inútiles y siempre tan lejos cuando los necesitás, aunque en verdad ahora no lo necesitaba, sólo quería asegurarme de que si lo necesitara no iba a estar.

—¡Horacio! Belén trajo flores —me dice Cata sonriendo desde su box.

—¡Excelente! ¿falta mucho para salir?

Los dos nos reímos porque apenas pasan de las cinco… finalmente acordaremos tomarnos «el baño» los tres a las seis y media, el día viene muy pesado.

—Gracias por aguardar nuevamente… mire, el servicio se lo tenemos que cobrar, lo que podemos ofrecerle —a ver si le encajo un abono para comisionar… pero no, no tiene esa promoción, bueno, al menos me lo saco de encima— es un plan fijo de sólo ciento cincuenta pesos por mes que no incluye internet, pero sí whatsapp ilimitado, y estos otros beneficios… Y acá es en donde le cuento lo mucho que le conviene contraer un compromiso de pago mensual, sujeto a todo tipo de aumentos y modificaciones sin previo aviso, aunque usamos otras palabras.

—¡Sí quiero eso! —dijo entusiasmado.

—Perfecto señor, dígame en qué localidad vive.

—Chaco, Argentina ¿qué no?

—Dentro de la provincia de Chaco, ¿en qué localidad?

—Emmm… —silencio… consulta con gente, se oyen voces de fondo susurrando, finalmente llegan a un acuerdo— acá, en Santa Rita ¿no te sale la característica ahí pibe?

(¡Ja! «pibe» si supiera cuántos años tengo…)

—Sí señor, pero a veces la gente se traslada con su celular a otra ciudad y el código de área no cambia…

—¿Ah?

—No importa… no tenemos oficinas en Santa Rita, pero le envié un mensaje de texto con la dirección de la sucursal más cercana, que es la de Castelli, son menos de cuatrocientos kilómetros, el trámite es personal, no olvide llevar su documento.

—Ah… bueno, muchas gracias.

—Gracias por comunicarse con Individual, que tenga una hermosa tarde.

—Pero… ¿qué me come el crédito?

Así es el comienzo de cualquier día en este trabajo, y así —de alguna manera— transcurren las seis horas de castigo. ¿Cómo llegué hasta acá? Tengo un plazo ahora para poder dejar toda esta mierda, pero está un poco lejos todavía, y más allá de ser una meta, trae también —todos los días— la misma puta pregunta: ¿cómo llegué hasta acá? ah, sí… las malas decisiones.

Siempre, desde que tengo memoria, tuve como caminos a seguir, imagino que es lo más común en la vida de cualquiera: mujeres, trabajos, carreras… al final siempre llegaba a dos opciones y claro, tenía que elegir; siempre tomaba la decisión equivocada, y así y todo siempre algo me salvaba, muy en el fondo algún designio inexplicable me instaba a sobrevivir. Aquella vez no fue la excepción; podría haberme enfocado en buscar un trabajo mejor, en mi carrera o en mi familia, o mejor aún, en todo eso junto, pero no, preferí buscar la fórmula que desveló a los hombres desde el principio de los tiempos ¿debería decir desde el principio de la oscuridad? fracasando como los hicieron cada uno de esos pobres infelices. Sin embargo, y como dije de manera casi inexplicable, un extraño instinto de preservación me empujaba a corregir las cosas, y siempre terminaba saliendo airoso de las situaciones más complejas; como los gatos, caía siempre parado.

—Dale boludo, cortale que nos vamos a rascar el culo un par de horas —me había dicho Cata al pasar rumbo a la sala de torturas, porque ella se lo tomaba de otra manera, no la exasperaba la forma en que esgrimían sus fórmulas mágicas pensadas para retardados, simplemente lo veía como un descanso, mucho más inteligente; yo en cambio me imaginaba en medio de todo sacando una ametralladora de abajo de la mesa y descargando la furia —y el arma— contra esos genios del márketing, que eran psicólogos sin haber estudiado psicología, filósofos sin haber pasado tampoco por Puán, a veces hasta médicos. Como hacía más de un año, en que una mañana sentimos un olor raro que se colaba por las ventanas, al rato a algunos comenzaron a lagrimearles los ojos, otros nos aprestamos a abandonar el edificio; el jefe de piso vino y dijo que no era nada, que él sentía olor a medialunas y que íbamos a estar bien. La mayoría reculó, pero unos pocos consideramos el tema de la salud y nos fuimos aun con la advertencia de una suspensión, que luego quedó sin efecto ya que a la media hora un grupo de bomberos evacuó el lugar; el derrame de algún líquido tóxíco a unas cuadras había vaciado esa parte de la ciudad, y ese hijo de puta quería que nos quedáramos arriba oliendo medialunas.

Las personas, los trabajos, los libros, la miseria y un cierto tipo de música eran los temas recurrentes de mi vida. Como a los quince años aprendí a tocar el piano, y desde entonces no dejé de estudiar música; era increíble que pudiera ser tan malo aún después de haberle dedicado tanto tiempo… y ni siquiera es que fuera tan malo, simplemente no era un músico, entonces podía hacer cosas que los músicos no (al igual que no podía hacer la mayoría de las cosas que ellos hacían) y entonces a veces hasta era un poco original, aunque tocar la trompeta con el culo también sería algo original, sin que por eso haya un mérito o algo bello en el acto.

En uno de esos coachings nos explicaron que a partir cierta fecha íbamos a tener que empezar a tocar la trompeta con el culo; bueno, en realidad a encargarnos de más tareas, para que todos supiéramos lo que estaba haciendo el otro y así conformar un «sólido grupo de trabajo». Lo que buscaban simplemente era que todos pudiéramos cubrir cualquier puesto en caso de necesidad. Pero más allá de eso, lo que me irritó verdaderamente fue que utilizaran un video en el que, entre otros ejemplos de conveniencia, aparecía la figura de Henry Ford; justamente el tipo que inventó la división del trabajo venía ahora a decirnos que al final era al revés, que todos teníamos que hacer cada una de las tareas, como en la antigüedad. Cuando le comenté a una de las coodinadoras de la reunión lo paradójico de la relación, me confesó en voz baja que no sabía quién era Ford. Aquel extraño instinto de preservación era ahora el que me impulsaba a buscar a Sandra —Soledad podía significar la locura— a quien había conocido en una fiesta. Era un poco mayor que yo, era bella y ocurrente; había resuelto su vida de manera simple, no estaba loca y por un raro azar se había enamorado de mí. Soledad aparecía de vez en cuando todavía y por supuesto siempre que estaba sólo, pero Sandra tenía planes para nosotros; casi sin consultarme nos había organizado un futuro juntos, y Soledad —que representaba la existencia de la máquina— se iba alejando contra mi voluntad, como si quisiera estar loco, y querer estar loco ya es estarlo; lo había conseguido, comenzaba a tener éxito en mis emprendimientos, justo yo que siempre detesté tanto esa palabra, éxito, tan utilizada en los coachings. Entonces estaba loco antes y ahora, pero algunos podemos disimular y ya me estaba volviendo hábil; seguía con mis rutinas del trabajo y el estudio, socializaba —aunque cada vez me costaba más— lo justo y necesario como para sobrevivir en los lugares comunes, escribía en secreto y había abandonado ya mi quimera, aquella de la búsqueda misteriosa que tantos años me había demandado; al final, como siempre, la decisión había sido acertada en el último minuto y otra vez como los gatos, caía de pie… y es que si bien era duro aceptar el tiempo perdido, peor era insistir en algo que estaba agotado como yo, y así empezar a dejar de perder el tiempo; un comienzo nuevo apostando a la cordura —falsa y que tenía que construir a diario— y a una vida más sana; aunque todavía de vez en cuando tuviera mis excesos, cada vez eran más aislados. Y en ese otro plan perfecto, Sandra era una pieza vital. Y en ese otro plan perfecto, la máquina vencía una vez más.

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