El viento fue el último en ceder a la muerte. Apenas se escuchaban sus lamentos ahogados.

Reinaba el vacío de la desaparición en el otoño de las esperanzas y se avecinaba un invierno eterno.

Yo decidí salir, apenas pude abrir la deformada puerta de mi casa, que penosamente se mantenía en pie. Sentí frío y sudor, miedo, pero necesitaba entender qué había sucedido y saber cómo estaban los demás.

Llegaba a picarme la nariz por las aristas metálicas del hedor a sangre. Me cuesta describir lo que veía a cada paso, pero llegué a pensar que quizás estaba muerto caminando a orillas del Flegetonte.

Creo que estaba herido, pero no lograba percibir si el sufrimiento era inherente a mí, o era resultado de un dolor enajenado.

Estaba aturdido, no podía escuchar, me sentía sumergido en la viscosidad de la agonía. Pero sentía un calor intenso, incendios en todas las direcciones, árboles caídos, rastros aterradores del paso de la muerte.

Me costaba reconocer la ruta que transitaba a diario, todo el entorno había cambiado, una metamorfosis dantesca. Avancé unos 100 metros y, de pronto, identifiqué una mano junto a mis pies. Había allí vigas y tablas que pude reconocer, eran, sin dudas, los restos de la casa de Manfred, mi hermano mayor.

Su mirada ausente no lograba conmoverse por mis lágrimas. Corrí las tablas y los restos de desechos que ocultaban su cuerpo seccionado. Reclamé a gritos a la justicia, cómo quién interpela a dios.

Man fue una buena persona, no le fue sencilla su vida, siempre muy trabajador y decente. Un hombre de trabajo que había construido su propia morada, con mucho esfuerzo. Ajeno a la abundancia y lejos de los lujos, que yo sí tuve, él nunca me pidió ayuda.

Aún conmovido por la muerte de Manfred, sentí un sobresalto al pensar en mi hermano menor. Su humilde hogar no podría haber resistido.

Mis lágrimas recorrían mi cara mientras corría atormentado, la distancia no era poca pero el pavor exhortó a mi adrenalina a actuar.

¿Qué había sucedido? Tanto destrozo, muertes y ruinas, todo estaba arrasado.

De entre las llamas vi salir a Javier arrastrándose, corrí desesperado a socorrerlo.

“Mira mi hogar, no ha quedado nada.” La sangre en su boca me impresionaba, me hablaba, pero me costaba escucharlo, no lograba desconectarme de mi conmoción, Manfred, ausente impasible y Javier, que me hablaba sin descubrir aún su fatal estado. Su pierna derecha no estaba y su cuerpo estaba prácticamente calcinado.

“busquemos a Man, seguro él nos necesita, vamos”. En el estremecimiento que produce el dolor último y la negación que precede a la angustia, Javier intentaba en vano moverse. “Manfred está muerto”, le confesé, tenía derecho a saberlo.

“¿Qué nos ha sucedido? ¿qué está pasando?” me exigía respuestas Javier. Intenté darle mi visión, interpretar, con una ilusoria calma, lo sucedido, ora por un propósito de comprensión, ora por engañar al tiempo que se acotaba.

La tragedia nos ha igualado, la vida nos colocó en lugares y situaciones diferentes, pero la muerte nos cuestiona nuestro derrotero. Sabemos que a ti te acusarán de haragán, que elegiste el juego, malgastar tu tiempo y por ese motivo no llegaste a tener una casa más consistente. Escucharemos hablar de la cultura del trabajo, la cultura del esfuerzo, conceptos que coinciden en una palabra, mi querido Javier, la cultura. Quizás tú lo desconozcas, pero la cultura viene del cultivo, de cultivar, de dar los medios y labores necesarias a la tierra (o al hombre) para que fructifique. Supuestamente tenemos libertad, pero nos falta la igualdad.

Cada uno de nosotros construyó su hogar, su vida según su realidad, aquello a lo que tuvimos acceso. Tú, Javier, debes saber que ni la falta de esfuerzo, ni tu pereza te llevaron a construir un hogar endeble, haz construido lo que a los tuyos permiten construir. Y, como siempre sucede en esta sociedad, tu haz sido fundamental para construir mi mansión, que era prácticamente una fortaleza. El hombre, lamentablemente, no utiliza su inteligencia para distribuir el dinero sino para acapararlo. Todo lo que esta sociedad nos plantea nos diferencia, nos distancia, nos coloca en lugares desiguales y desconectados. Dicen que la prostitución es el oficio más antiguo, y es verdad, vivimos, desde siempre, prostituidos por la enajenación de una cruel idea de progreso, fascinados por lo que no somos y confundidos deliberadamente en los propósitos de una vida que siempre se encargará de igualarnos, al menos en su desenlace.

Javier, suavemente dejó de verme al mirarme…

” Pocas veces me habéis comprendido y pocas os comprendí. Sólo cuando nos encontramos en el fango nos comprendimos en seguida.”, las palabras de Heinrich Heine vinieron a mi cabeza con esa capacidad de emancipar que tiene la verdad. Mis hermanos y yo nos habíamos distanciado con el tiempo, nuestros entornos, realidades, posibilidades y nuestras opciones eran tan diferentes que nuestras vidas rara vez se cruzaban.

Ya no soplaba el viento, no había lobos ni enemigos, ¿Cuándo empezó el final? ¿Quién le escupe en la boca a Casandra? ¿con qué objetivo?

Sentí frío cuando me abandonaba el dolor, todo era ausencia.

“Estoy absolutamente convencido que ninguna riqueza del mundo puede ayudar a que progrese la humanidad. El mundo necesita paz permanente y buena voluntad perdurable.”

Albert Einstein

Basado en «Los tres cerditos»

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