Lástima que no haya billetes para maniquíes. Imagino el efecto que causaría una terminal abarrotada por estos, inmóviles, indiferentes a los retrasos de sus viajes. Me deleito en una bruma de silencio al pensar en un viaje marcado por la calma y las nubes. Unos motores que se detienen y el pasajero de la ventanilla incapaz de roncar. El avión cae pero el pánico no cunde. Pienso en la tensión del piloto, incapaz de recuperar altura, juguete en las manos de un niño que, en su imaginación macabra, estrella su maqueta junto a la puerta de embarque.

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