Nunca supo bien por qué, un día caluroso de enero, con solo seis años, y un par de alpargatas agujereadas en la punta y gastadas en la suela, empezó a andar de la mano de nadie por las adoquinadas calles de una tranquila ciudad de la provincia de Buenos Aires. Durante todo el día, todos los días, con sus pasos inseguros, buscando certezas, en un universo desconocido y adverso, entre adultos ocupados y autoridades indiferentes, Titina se abrió paso de a poco, sin muñecas de trapo ni libros de texto, en ese escenario hostil que se llamaba vida. Por las noches, siempre encontraba refugio entre esos seres que menos tenían, abajo de un puente, a la vera de un arroyo, en algún galpón abandonado. Muchas veces tembló de frío, de hambre, de soledad, pero nunca tuvo miedo ni a los perros que eran sus compañeros de ruta, ni a los» linyeras» con los que compartía una taza de caldo o un trozo de pan, ni siquiera a las ánimas que ventilaban a la madrugada, sus níveos trajes de fantasmas entre las farolas amarillentas de la Plaza principal.
Desde temprana edad, observaba todo lo que sucedía a su alrededor, registraba lo más importante de aquello que veía, con la capacidad innata de capitalizar las experiencias cotidianas y sacar provecho de esas enseñanzas, para sobrevivir indemne ante cualquier circunstancia. Muy pronto entendió que, para comer había que trabajar, y entre sus sueños desfilaban imágenes de días por venir, a veces se dibujaba en su mente una casa con techo de tejas, otras veces veía niños corriendo en un prolijo jardín, y hasta llegó a estirar sus brazos hacia el horizonte para atrapar ese futuro que sentía, era suyo.
Las primeras monedas las recibió a la salida del mercado municipal, ayudando a los clientes a cargar las bolsas en el baúl de los autos. Solo tenía doce años, y al mes había logrado ahorrar lo suficiente como para alquilar una modesta habitación en una pensión cerca de la Estación del Ferrocarril. Allí, una noche, mirando una película argentina rodada en el barrio porteño de» La Boca», la sorprendió la imagen de un lustra botas, sentado frente a un señor elegante que leía el periódico, mientras el joven, con esmero, pasaba betún a unas lujosas botas de montar. Casi no pudo dormir esperando que el amanecer despuntara para ir a la carpintería de don Pancho. Él le hizo, a pedido suyo, un sencillo cajón de lustra botas, con la idea de pagárselo con el dinero cobrado a sus primeros clientes. Así, un día soleado de junio, se instaló a pasos de la glorieta de la Plaza Independencia, e inició su nueva actividad. A los seis meses, todos los hombres elegantes de la ciudad, acudían una vez a la semana, a lustrarse los zapatos. Ella, feliz, con una sonrisa afable, y una simpatía desbordante, les relataba anécdotas de sus experiencias e historias de personas reales o de personajes imaginarios, y a veces con su voz grave, cantaba canciones del folclore argentino. Los días de lluvia, ante la ausencia de clientela, vestida con un chaleco impermeable color anaranjado y sosteniendo un destartalado paraguas que había encontrado en un contenedor de su barrio, incansable, siempre alegre ante la adversidad, se dedicaba a abrir a los conductores, las puertas de sus autos estacionados en la zona del centro histórico , a cambio de unas monedas. Todo el mundo la conocía, la saludaba, le contaba sus problemas, le ofrecía comida , le regalaba ropa, tanto que, si un día no estaba en los alrededores de la plaza , empezaba a correr un rumor, y alguien, alertado, iba hasta la pensión a averiguar si estaba bien.
Cuando cumplió dieciséis años, un amigo del titiritero, le ofreció trabajar los fines de semana vendiendo diarios a la salida de la cancha de fútbol, y agradecida, Titina comenzó como «canillita» , con lo cual, en dos años, y siempre alternando con sus otras actividades, logró ahorrar lo suficiente para cumplir uno de sus más preciados sueños, alquilar un departamento en la zona sur de la ciudad. El propietario del inmueble, al conocer sus objetivos de estudiar , le propuso que lo ayudara en su negocio de venta de flores en la entrada del cementerio municipal, a cambio de los útiles escolares para iniciar la escuela primaria nocturna. Ella, entusiasmada, aceptó, y en cuatro meses, las ventas del florista habían aumentado de manera tal que, don Ramón comenzó a darle un porcentaje de las ganancias. Pero, nada la detenía en sus ansías de trabajar y prosperar, y bajo el lema personal: «desde abajo y con Dios» , mientras vendía flores, ofrecía el servicio de «trapito» (cuida- coches) a las personas que acudían a honrar a sus muertos, y en agradecimiento de la propina, lavaba los vidrios de los mismos.
En solo tres años, finalizó la formación primaria, y no satisfecha con sus logros, decidió cursar los estudios secundarios, porque en la quietud de su hogar, pensaba: «la vida se me va en nada», y al vivir tantas injusticias en la calle, en sus sueños revoloteaba tenaz, la esperanza de llegar a ser abogada para «darle una mano a Dios» y «ayudar al prójimo».
En la primavera del año que inició la escuela secundaria nocturna, conoció a don Fermín, dueño del carrusel de la Plaza de los Troncos, que buscaba alguien que, los días feriados, regalara globos de colores a los niños que lo visitaban. Titina no dudó un instante, así su vida se convirtió en un arco iris de niños, risas y fantasía.
Al terminar la secundaria, un desconocido, enterado de su aspiración de estudiar abogacía, creyó en su capacidad, empeño y ansias de superación, y sin darse a conocer, empezó a pagar sus estudios en una universidad privada.
Cinco meses más tarde, tras una gran helada, por trabajar a la intemperie, sufrió una neumonía , y en pocas horas, falleció en el hospital.
…Y el cielo se cubrió de globos…
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