Lástima que no haya billetes para maniquíes. Amanece y compruebo que la cartera está casi vacía y no es posible continuar la parranda que inició con el cielo estrellado. El camino me muestra el rayo de sol que apunta justo en el vidrio panorámico y me obliga a entrecerrar los ojos. Mientras mi cabeza repasa cifras, intentando asegurar una próxima parada en el pueblo más cercano, que me permita conseguir, al menos, un torso de segunda y ajetreado al que pagar por compartir mi desamparo en esta excursión solitaria.

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