¡Lástima que no haya billetes para maniquíes!, era lo que pensaba ella mientras, afanosa, hacía su maleta. Si los vendieran -se decía- ya hubiera comprado uno con destino bien lejano, y habría enviado a ese maldito monigote hasta el fin del mundo; no importa cuánto hubiera costado. La odiaba, ahora su marido solo le dedicaba atención a ella…

Yo creo que está desquiciado, no es el mismo hombre que me enamoró, pues se daría cuenta cómo me hiere cada vez que se dedica a consentirla y me ignora. No me va a encontrar… ¡que se quede con ella!

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