El taller estaba en penumbras. Nadie había llegado todavía. No encendí la luz. Por la rendija de una ventana se colaba un tenue rayo de sol de un precioso atardecer de setiembre. Iluminaba directamente la mesa donde ella se sentaba siempre. Mi mirada se perdió en las pequeñas partículas de polvo que bailaban con movimientos erráticos. Su mirada irreal se posó en mi imaginación y las palabras comenzaron a brotar en mi mente y supe exactamente sobre qué escribiría hoy.

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