Ya en la segunda sesión del taller de escritura, sentí que estaba de más. Yo era insignificante. Alrededor, las demás expresaban todo su potencial. Tejían una narrativa impecable, el sentido preciso. Y yo, aun nacida para contar historias, no aportaba nada.

Aquel no era mi lugar.

Me pregunté si ella se daría cuenta. Y sí. Ana me repasó despacio susurrando y me tachó con su boli rojo justo antes de leer su relato para todos. Aplausos.

— ¡Genial, Ana! Ahora, sí. La última frase sobraba.

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