Los tallos del maizal se astillaban por las balas. Claudio y yo corríamos hacia la cabaña. La endeble choza era el único lugar seguro. Llegando hacia el porche yo caí primero con un sonoro alarido, sujetándome el muslo. Claudio me arrastró hasta el primer escalón, donde se llevó la mano al pecho desplomándose también.

Una mujer armada con un rodillo y un mandil enharinado nos miró desde el umbral con una mezcla de desaprobación y orgullo.

-Mirad como estáis. Anda… Lavaos las manos para comer.

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