De niño, pasé varios años en un seminario. No entré por vocación sacedortal; más bien… por hambre.
Dos días a la semana teníamos taller de escritura.
Un sacedorte de greñas y barbas blancas,con unas gafas de pesados cristales que le hacían llevar siempre la mirada baja, nos proponia un ejercicio.
¿Una cuarteta, un soneto, un acróstico, o una simple copla?
Nos pidió una elegía.
Pedí ayuda al mosén de mi pueblo.
Lee a Miguel Hernández, me dijo.
Hice mi poema; nunca más volví a ser monaguillo.
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