Me dispuse a retomar mi viejo manuscrito, tan manoseado, con las puntas dobladas, como varillas de un viejo abanico. Páginas llenas de tachaduras y notas; vagos intentos de mejora…

Llegué al taller de escritura con una firme decisión.

—Quiero que arreglen mi libro —. La cara de la joven que me atendió reflejaba una gran perplejidad.

—Perdón. Aquí no encuadernamos libros.

—No quiero que me lo encuadernen. Quiero que me lo hagan funcionar para que vuelva a andar de nuevo. ¿No es esto un taller…?

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