Parpadea el despertador en la mesita.
El cansancio del tiempo cierra sus ojos
y doblega los míos en el umbral del sueño.
Mañana al despertar no habrá recuerdo
de aquella vibración del globo ocular.
El día es el recinto
en que todo atropello es posible y no hay
descanso para ninguna forma de vigilia.
Durante el sueño, sí.
Tras la caída del telón
del párpado ante las candilejas del reloj,
todo es posible. El futuro siembra de minas
el paseo en claroscuro del fracaso.
Se reviven escenas, se recrean otras.
El pasado regresa para mejorar.
Un latente estado de presente adormece,
y hay quien se aventura a llamarlo felicidad.
Si el susto llama a la puerta, solo es eso,
un susto pasajero que habrá de irse
haciendo eses por la puerta de atrás.
Parpadean las cifras, reposeras.
Se me cierran los ojos.
El boli es una sombra en el cuaderno.
Se disipan las letras en mi mano.
La relación del sueño abandona
la fértil labor del escribano. Y me delata
que, antes que para escribir, hemos nacido
para que alguien nos escriba en imperfecto.
Parpadea el tiempo y yo me resto.
Parpadea el reloj y el tiempo acaba.
Pero mañana estos mismos ojos que hoy
claudican, volverán a lucir sus iris matutinos
mientras el edén de anoche o sus infiernos
custodien los dígitos seguros, cronométricos,
y de nuevo habrán de vestir su tiempo con agallas
y dejarse de tiempos de pijamas.
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