Fidel tenía el pelo blanco, los ojos grises, una guitarra vieja y la sonrisa cansada.
Le conocí en su orgullosa condición de indigente feliz y no me extrañó suspirar por un hombre de sesenta y tantos cuando me dijo «mírala, con sus ojitos azules y sus dieciocho añitos, casi parece de cristal»
«Es usted poeta» le dije, le molestó que le hablase de usted igual que le molestó el café sin azúcar «tacaños como curas» dijo que éramos, un grupo de estudiantes que no sabía de nada y daba desayunos en un voluntariado de domingo.
Se fijó en mi amiga y preguntó si era latina «porque está muy callada», cuando contó que era gallega Fidel pareció recordar su vida entera, nos habló de un amor, una chica gallega, drogadicta, que le desquiciaba y le tiraba cosas, pero a quien salvó (con recompensa); nos habló de su hijo, que entonces era un niño luminoso, enamorado de Renata pero con vergüenza de tocarla y de una nieta, una niña tan preciosa que daba susto (con fotos para demostrarlo)
Nos habló de lo que hacía antes, cantar canciones indecentes en un bar de Malasaña y sonrojó a la chica diminuta cuando nos dedicó la canción del cunilingus.
Ese día hablamos con mucha gente, desempleados, artistas, extranjeros acosados por el racismo, familias agobiadas por la crisis, gente triste atrapada en los vicios, incluso mujeres que preferían ser pobres a no ser libres. Al final todos estaban igual, apretados en la esquina inferior izquierda de la sociedad, apartados para molestar lo menos posible.
El trabajo hace de la vida un juego retorcido que deja a muchos fuera (parados en la casilla de salida y sin cobrar los 200) pero no puedo evitar acordarme de Fidel más que de nadie, que se lo tomaba con humor porque para él el juego era poco más que un chiste malo.
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