Me siento, veo, huelo y solicito…
Al estar ahí presente, pienso frenéticamente
y creo que uno no será suficiente.
Entonces me vuelvo golosa y pido cuatro.
¿Cuatro? me preguntan.
Sí, denme los cuatro, respondo.
El rigor me somete a sus encantos
y la saliva remoja mi boca por saborearlos.
Estoy acabada, hundida, humedecida…
Tomo con cierta agitación cada uno de los miembros
echados a mi cara.
El deseo tan grande que me provoca el encuentro,
me hace salivar.
Son enormes, me digo a sí.
Los devoro y siento poco a poco el salvajismo de años,
décadas, siglos, milenios y millones de generaciones
pasadas que se hayan en mi genética.
Cuando los cuatro han sido consumidos a mis manías,
quedando devorados por mi boca empapada,
su dueño me recrimina el pago por mi fornicada
manera de zampar.
Los dejaste vacíos, me dice su patrón.
Para eso sirven estos, le contesto.
Son cincuenta pesos, ya con el refresco.
Pago, me levanto, agradezco y me marcho.
Concreto: el puerco, la res y el pollo son sin duda,
con la ligera probabilidad de equivocarme,
mejores carnes para consumir, que la humana.
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