Memorias de la colina

Hace varios años ya, no sé cuántos pero supongo que muchos, mi cabeza no dio más y decidí abandonarlo todo. Recuerdo que la ciudad estaba echa una porquería y que el cemento me tenía hastiado. Trabajaba por peniques y prácticamente no veía el sol. El tiempo pasaba hermoso frente a mis ojos perdidos.

Creo que en un momento la gente me agotó. Me agotaron su abundancia y sus pesares. Su falta de decencia y de criterio.

Así que me fui. Me fui lejos a vivir en una colina. Solo. A escuchar el canto de los pájaros y a beber leche directo de las tetillas de las vacas. Me dejé el pelo largo y las barbas ralas, y me bañaba en el río de tanto en tanto. Gente de distintas edades y sexo paseaba en los veranos cerca de mi inmunda morada. Algunos jóvenes, de aspecto descuidado y que parecían estar en vacaciones, me metían conversa y compartían conmigo su vino barato y su alimento escaso. Me interpelaban y yo les respondía sin rodeos. Seguramente en sus ciudades se encontraban marginados, o faltos de cariño, porque al poco andar de los años, fueron nueve las mujeres que se quedaron a vivir conmigo.

Llegaron a ser mis esposas y cuidaban de mis múltiples hijos. En la ciudad me habría comportado como un ser medianamente comprensible, con algún tipo de ética, aunque ésta fuera desquiciada. Pero aquí, en la colina, prefería comportarme como un animal, como una vorágine de instintos.

Eso me ayudó a superar los problemas de la vida conyugal. Si había alguna queja o una mala mirada de parte de ellas o de los niños, simplemente rugía y me iba a beber de las tetillas de las vacas o a mirar a los pajaritos bailar en el aire. Con esa actitud, logré que los problemas cotidianos se esfumaran rápidamente.

Un día cualquiera llegué de mi baño ocasional en el río. En la morada estaban las mujeres y los niños hablando con un enorme grupo de visitantes. Venían de la ciudad no sé bien con qué fin. Tenían aspecto de hippies. Comenzaron a interrogarme, fascinados con lo que había construido ahí.

–Tú sí que sabes vivir la vida, hermano –me dijo uno.

–Dame un poco de tu vino –le dije y me terminé emborrachando perdidamente. Hice un discurso furioso y me desnudé. Pero no se alteraron. Se quedaron a vivir ahí y ya éramos muchos.

Sin preguntarme me nombraron líder de la comunidad y comenzaron a llegar más y más personas de la cuidad. Ya no eran nueve las mujeres a mi haber, sino que veinte o treinta, quizás cuarenta y tantos.

Fuimos miles y los miles atrajeron a otros más. Todos querían conocerme y tocarme. Yo los rasguñaba o les gritaba. Pasé varios días escondido en mi morada, que era una especie de cueva, para poder escapar del frenesí que me esperaba afuera. Si alguien osaba entrar, tiraba un alarido y los espantaba.

Pero un día cualquiera me aburrí, así que me asomé y todos quedaron mirándome, como si estuvieran esperando en vela mi presencia. Esperé unos minutos y me aventuré con un pequeño discurso:

–Vosotros, hombres pecaminosos, debéis abandonaros de vosotros mismos, abandonaros de vuestras faltas y pequeñeces, de vuestro ser roedor y de vuestra insignificante puerilidad. Por eso hermanos, debéis abandonaros, abandonaros como el baile del pajarillo y la marea del viento. Debéis beber leche directamente de las tetillas de las vacas, y hacer el amor a vuestras mujeres, y si quieren, a las mías también, miren que ya no doy abasto.

Ese discurso hizo que pasara de líder de la secta a mesías. Me dediqué a vivir encerrado en mi cueva y cada siete días salía a dar una prédica al anochecer.

–Vosotros, hombres de mal, no sois más que basura y carroña. En vuestros ojos perdidos se ve la profundidad de vuestros lamentos y vuestras bajezas. Por eso hermanos, debéis obedeceros a vosotros mismos, a vuestros instintos, para así romper el cerrojo que los esclaviza. Forniquen con quien quieran, y maten a las vacas y a los pajarillos si realmente lo desean.

Y así fue por años, prédicas semanales sin sentido. Pasaba el día en mi cueva, casi sin ver el sol. Vivía en condiciones muy austeras y lamentables. Al salir en los días de prédica, me encontraba cada vez con más gente, abundante, repleta de humanidad. Gente odiosa y lastimera. Al poco andar llegó el cemento, los edificios y el ruido, todo alrededor mío, de mi cueva inmunda.

Por eso un día mi cabeza no dio más y decidí abandonarlo todo nuevamente. La colina estaba echa una porquería y todo me tenía hastiado. Así que me fui, me fui al valle, a escuchar el soplido del viento entre los árboles y a beber miel directo de los panales.

URL de esta publicación:

OPINIONES Y COMENTARIOS