Mientras terminó de enterrar a Archi, Bruce, pudo oír el ruido del motor de un automóvil que se acercaba. Era de noche y, los faros del vehículo interfirieron como un inoportuno comité de bienvenida en los pensamientos de un asesino.
Relampagueaba; la tormenta no había hecho más que empezar. La lluvia le empapaba hasta lo más profundo de sí, aunque no lo bastante como para borrar las manchas de sangre seca, que se aferraban entre los surcos de sus manos.
Una semana antes, Bruce, recogía una carta de manos de Luis, el cartero. Era del Sr. Davenport: un coleccionista de libros (incunables), al que conoció en la biblioteca del museo del Cairo, con motivo de una convención internacional sobre libros antiguos.
El Sr. Davenport debía de estar rondando los cincuenta y nueve años, aunque no los aparentaba. Su cabeza, pequeña para lo grande del cuerpo, siempre iba coronada por un sombrero de color marfil, Borsalino. Sus andares apoyados en un bastón clásico inglés, en cuya empuñadura resaltaba el relieve de una especie de dragón, o demonio, que pareciera querer saltar y desgarrarle a uno las entrañas.
Cuando abrió el sobre comenzó a leer:
«Estimado Sr. Bruce:
Le escribo esta carta por que la semana que viene pasaré por Madrid.
Asistiré a la archiconocida casa de libros antiguos: “Casa Romo”. Quiero ver una primera impresión de: “Crónica de España”, de Diego de Valera (1487).
Me alojaré en el Ritz. Usted tiene mi número de teléfono, llámeme. Quisiera poder comentarle algunas conjeturas sobre el incunable de: “Tirante el Blanco” de Joanot de Martorell (1490). El ejemplar que le compré».
«¿A qué conjeturas se referirá el Sr. Davenport» —se preguntó—.
Volvió a sentarse en su mesa de trabajo. Bajo el poder de la lupa siguió trabajando, lenta y metódicamente en: “La Celestina”, de Fernándo de Rojas. Recreaba en las filigranas el más ínfimo detalle, para que su aspecto fuera una copia exacta de la primera edición impresa por Fadrique de Basilea (1499).
Estaba tan absorto en su trabajo, que casi se le olvida ponerle la comida a Parsifal; un loro gris, regalo de un marchante.
Después de que hubiese pasado una semana desde la invitación del Sr. Davenport, sonó el teléfono. Era Archi.
Bruce, mientras hablaba, se hacía una imagen del aspecto desgarbado de Archi; Con sus parpados alicaídos, parecía sumido en una perpetua tristeza.
―¿Sí… dígame? Bruce de “Primum Typis” al aparato.
―¡Bruce… gracias a Díos que eres tú!
―¿Archi,… eres tú? ¿Qué pasa? Te noto muy nervioso.
―El Sr. Davenport ha pasado por la tienda. Dice haber cotejado el libro que le vendimos con un perito. Después de su análisis, me dice que duda de la veracidad de la obra. Quiere entrevistarse contigo.
Bruce se olía algo. Pero no creyó que Davenport pusiera la obra en manos de un perito.
―Está bien Archi. Así lo haremos. Ya me encargo yo de llamarle. Pero tú, estate tranquilo. No va a pasar nada. Archi… ¿oyes lo que te digo? ¡Tranquilízate!
―Bruce, no puedo volver a verme envuelto en un asunto sucio, sabes lo que eso supondría para mí. Deberíamos de confesarlo todo a la policía.
Pasó un buen rato al teléfono intentando tranquilizar a Archi. Le dijo que cerrara la tienda, y pasara por su casa. Tenían que hablar.
Tras estar cerca de dos horas en casa de Bruce; Archi quiso marcharse, confesandole que iría a la policía. Agarró el pomo de la puerta para salir al exterior. Mientras le daba la espalda, Bruce, cogió un pesado reloj de arena, una antigüedad Isabelina que exhibía en la entrada de la casa. Le golpeó de forma contundente en la parte posterior del cráneo. El cristal y la arena quedaron esparcidos por el suelo marmóreo. Archi se quedó de rodillas hasta recibir el segundo y definitivo golpe. Esta vez con lo que quedaba del reloj: una estructura de tres palos. La sangre se despedía de la vida de Archi, igual que un charco de agua lo haría en las arenas del desierto.
El automóvil, se detuvo. De su interior bajó alguien que caminaba en la dirección de Bruce. «¡Era Davenport! De alguna manera había conseguido su dirección».
Después de una larga contienda con respecto a la veracidad de las filigranas de la primera página, terminaron en el estudio de Bruce, donde se hallaba Parsifal: éste, comenzó a emitir los mismos sonidos que había escuchado en la escena del crimen, incluido el nombre de Archi.
Davenport, miró a Bruce, que sin saber como, sostenía en su mano un oxidado atizador. Se sacó del interior del bolsillo, pegado a su pecho, un sobre abultado.
—Aquí tienes tu parte. Aposté con Luis, el cartero, ochenta mil euros a qué matarías a Archi.
—¿Qué…?
Davenport entrecruzó sus manos. Se sentó en la mesa abandonando su pierna izquierda a la gravedad, igual que un chiquillo, meciéndola con parsimonia. Seguro de sí y esbozando una chispeante sonrisa…
—Verá, en realidad no soy quien cree que soy. Ahora estoy jubilado, pero, he sido y supongo que nunca dejaré de ser un inspector de policía.
Estuve a punto de apresarlo con lo del timo de los billetes falsos, en París, ¿recuerda? —miró a su contrincante que, asombrosamente, no pareció estar en lo más mínimo afectado, salvo por una gota de sudor que andaba por su frente, conspicua, reacia a desprenderse de la misma, detenida—.
¡Le admiro!, Necesito saber que se siente cuando uno asesina. Quiero proponerle que trabajemos juntos en…
Parsifal, comenzó de nuevo a excitarse en su jaula. Como lo hizo con Archi.
Días más tarde, unas ráfagas de viento pestilente, exudado por el cadáver, llevaban al inspector a ocupar la primera página de los periódicos.
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