Vivo con el señor Valmar desde hace unos dos años, y nunca le he visto comportarse de forma tan extraña. De noche abandona la casa y no sospecho donde pudiera ir. A veces se va sobre las once de la noche para regresar casi a la aurora. Y no pocas noches lo oigo hablar con lo que pareciese un interlocutor, que a día de hoy todavía desconozco.
No sé por qué, pero me da en la nariz que todo este trasiego de idas y venidas tiene que ver con la llegada de un cliente a la tienda. Si les soy sincero no sabría cómo definir a este sujeto, no tengo palabras que puedan describir su persona. Parecía un anacronismo viviente: su manera de hablar o andar, la vestimenta y un deje en sus ademanes, acompañado de un nervioso tic en el cuello, le revestían de un aire grotesco. Recuerdo que portaba un espejo envuelto en papel. Uno de esos espejos nada corrientes, rodeado de una moldura antigua con gravados de caras y símbolos funestos; caras que a juzgar por sus muecas imposibles, parecían trasmitir gritos desgarradores, inspirados en el mayor desatino de la locura. Aun así, he de decirles que el espejo poseía un influjo magnético para el señor Valmar; era el juguete con el que todo niño sueña.
―Muy bien señor. Pase por el mostrador donde está mi ayudante Fermín, él le abonará el espejo —dijo Valmar—.
―De acuerdo. Es un placer poder hacer negocios con usted.
―Lo mismo digo. Que tenga un buen día.
Se estrecharon la mano con evidentes signos de satisfacción.
Pude ver en su rostro algo más que el brillo reflejado por una buena adquisición; le confería un aspecto nunca visto, entre diabólico y placentero.
―Fermín estaré en la trastienda. Atiende a los clientes. Si necesitas algo…
Tan pronto como pudo, Valmar escurrió su barriga por el estrecho pasillo que separaba el mostrador de la trastienda, y bajo la luz de uno de los flexos y con atenta mirada de su más fiel lupa, se deleitó observando con todo detenimiento cada poro de la vieja madera que, parecía hablarle en un lenguaje que solo él y esa cosa creían concebir.
«Diario del señor Valmar: 31 de octubre de 1995, noche de Halloween.
En este espejo he encontrado por fin un rumbo, un norte al que asir mi vida.
Estoy viendo a Laura cada noche. He vuelto a nacer. Mi corazón regresa de las tinieblas de la soledad, para latir más fuerte y salir de la catalepsia en la que estaba sumido: —Mi amor… esta noche estaré contigo para siempre».
Aquella noche con sumo sigilo pude seguir al señor Valmar hasta un claro en el bosque. Iba escondiéndome tras la masa de los árboles. Oía en la lejanía el murmullo de lo que parecía el monólogo de Valmar, pero en esa distancia era imposible descifrar lo que decía.
Por fin paró. Puso el espejo apoyado en una vieja encina de formas tortuosas. Y al acercarme… pude discernir el rostro de su mujer, Laura; fallecida dos años atrás. Quedé tan asombrado que, apunto estuve de perder el equilibrio y delatar mi presencia.
Valmar echó una mirada escudriñadora como si se sintiera observado. Escondí la cabeza lo mejor que pude tras aquel tronco que me ocultaba.
De repente, cuando volví a sentirme seguro de no ser descubierto, pude contemplar con toda claridad, como Valmar era engullido literalmente por una luz proveniente del centro del espejo, hacia otra dimensión. Desapareció sin más, delante de mis ojos.
Me quedé allí sentado no sé cuánto, Intentando con el espejo en las manos dar una explicación. Lo miré por cada ángulo, desde cada lado. Nada; llegué a pensar que se tratara de una broma, un truco de ilusionismo: valmar se había esfumado.
No se me ocurrió otra cosa que llevarme el “espejo” a casa.
Una vez en casa, me senté junto al fuego de la chimenea, con él delante. Me puse a pensar en lo que podía contarles a las autoridades sobre el paradero del señor Valmar: tenía motivos para sentirme nervioso.
De repente noté mucho olor a humo. Al levantarme para comprobar el tiro de la chimenea, observé una hoja de periódico arrugada sobre el alféizar, donde rezaba lo siguiente:
Edgardo Lan Valmar: falleció el día 7 de octubre de 1949
Habiendo recibido los santos sacramentos…
No pude leer más. En mi cabeza no cabía sitio para la razón. El papel se desmoronó entre mis dedos cayendo como polvo. Me postré de rodillas en el suelo y por un momento pensé: «¿si Valmar está…? Yo…»
Apareció el vórtice de luz del centro del espejo, volvió a formarse y, pude ver como se creaba con fuego, la frase en latín: “haec est enim vestra locus” (este es tu lugar).
OPINIONES Y COMENTARIOS