Cuarenta y ocho horas

Cuarenta y ocho horas

Karim Alí

10/06/2019

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A cada paso que avanzaba hacia la tumba, a Thomas le vino a la mente los recuerdos de cuando él y su amigo Alfred comenzaron en Graffiti Artist, la empresa donde ejercieron la carrera de dibujante. ¿Te acuerdas cuando le decía a Elisabeth que te encontrabas en otra ciudad haciendo un curso, mientras estabas tirándote a tu pelirroja? ¿Cuántas veces te dije que no te vieras más con ella porque comentaban que estaba loca? Lo único que te importó —como buen golfo que eras— es que fuese una máquina en la cama, me decías con tu sonrisa socarrona.

En aquel atardecer que parecía un paisaje pintado a lápiz, Thomas portó el féretro de su amigo. Antes de abandonar el cementerio, Elisabeth —su viuda— se acercó para hacerle entrega de un estuche de grafitos. «Tómalos, mi marido quiso que lo tuvieras», dijo con la voz entrecortada.

Al regresar a su casa, se sentó en la mesa del escritorio y observó los grafitos. Cogió uno y se quedó pensativo. Del cajón del escritorio tomó una cuartilla y trazó una línea. Siguió dibujando a pesar de que no tenía ánimos. Cuando se detuvo, miró el folio y se asombró al ver que el dibujo que le salió era el rostro de Elisabeth. Soltó el lápiz y gritó: ¿Pero por qué? El sobresalto fue aún mayor al recibir, en aquel preciso instante, un mensaje de la viuda. «Tengo que comentarte una cosa ¿Puedo pasarme por tu casa más tarde?», preguntó Elisabeth. «Sí Eli, cuando quieras», respondió Thomas exhalando un suspiro. A los pocos segundos irrumpió el sonido del teléfono. Thomas no quiso responder. Pero al ver que insistían con mensajes de WhatsApp, decidió coger el móvil. Se trataba de un cliente. Thomas se negó, objetando que no podía atenderle hasta dentro de varias semanas. Sin embargo, aquella persona persistió, estando dispuesto a pagarle una gran cantidad de dinero. Le hizo saber que una parte se lo ingresaría mediante transferencia bancaria y la otra se lo entregaría al contado, en persona. Thomas, tras un rato sopesándolo, aceptó la oferta. Le envió la dirección y su número de cuenta corriente. «Venga por la mañana temprano», escribió en letras mayúsculas. Al cabo de una hora llamaron a su puerta. El dibujante —que no esperaba a nadie— observó por la mirilla y vio la figura de un hombre de unos sesenta años, delgado, alto, con barbas y vestido con un chándal del color del carboncillo. Cogió uno de los lápices que tenía afilado, sujetándolo con fuerza y escondió la mano detrás de la espalda. Preguntó quién era. Una voz grave respondió que se trataba de la persona con quien había estado hablando por WhatsApp. «Ya hice el ingreso. Traigo el resto», dijo mostrándole un fajo de billetes. Thomas, accedió abrir la puerta, pero antes de invitarle a pasar le preguntó el porqué de tanta urgencia. El hombre confesó que necesitaba tener el dibujo en cuarenta y ocho horas. «Es una sorpresa para alguien especial para mí», afirmó sonriendo.

—Pase. ¿Quiere beber algo?

—Un refresco, por favor.

—Siéntese. Yo me prepararé un whisky.

El cliente extrajo de su cartera el dinero y se lo dio a Thomas que, después de contarlo, asintió con la cabeza. También comprobó, a través de la banca online, que había recibido la transferencia. Hicieron un brindis para cerrar el acuerdo. «¡Por el retrato!», clamó el hombre, al mismo tiempo que levantaban las copas. A continuación, le pidió al dibujante que le trajera un poco de hielo. Cuando Thomas se levantó para servírselo, al estar de espaldas al individuo, éste aprovechó para echarle una sustancia en el whisky. Tras una breve conversación, el cliente le mostró la imagen de la persona a quien tendría que retratar. Thomas, al ver la foto, le entró mareo y se le puso el semblante pálido. ¿No es la pelirroja que se follaba Alfred?, se preguntó. Antes de marcharse el cliente, le dijo con un tono de voz que a Thomas le pareció de ultratumba: «Recuerde, cuarenta y ocho horas».

El dibujante vio como los lápices se movían de la mesa. Gritó con pavor. Cerró los ojos y al volver abrirlos, notó que todo estaba en su sitio. Maldito whisky, pensó. Empezó a sentir molestias en la cabeza. Aun así, preparó los materiales para empezar el retrato. Se llevó varias horas para acabar la anatomía, el texturizado y la composición del rostro. Se tomó un breve descanso y al retomar el dibujo la expresión de la cara no era la misma de la que él había plasmado. Pero ¿qué está pasando?, rumió, a la vez que se secó los sudores que le corría por la sien. En seguida, pasó a la parte técnica para resaltar los rasgos, el sombreado, el cabello y, sobre todo, la mirada de aquellos ojos que recordaban la boca de un pozo al anochecer. De repente, oyó una voz en la habitación: ¡Viene a por ti! ¡Viene a por ti! Se giró de un lado hacia el otro, agarrando un lápiz en la mano a modo de defensa. Gritó con más fuerza. Todo le daba vueltas. Observó el retrato incompleto de la joven y pensó que fue ella quien le habló por lo que cogió un cúter y empezó a rajar el folio. Cuando se detuvo, siguió gritando y gimiendo con desesperación. Volvió a mirar el retrato y se le estremeció el corazón al ver que el dibujo salió intacto de las punzadas, a excepción de una cicatriz —que quedó impresa—y que le cruzaba el ojo de arriba hacia abajo. El sonido del timbre irrumpió como el ta-ta-ta-tán de la quinta de Beethoven. Thomas abrió la puerta y al ver a Elisabeth pidió su ayuda. Le comentó que se encontraba mal. Elisabeth, cerró la puerta de un golpetazo. Le dijo que le quedaba poco tiempo.

—Siempre supe lo de Alfred. Y que tú eras su coartada.

—¿Qué?

—Ya se acabaron las cuarenta y ocho horas. No cumpliste el trato. Lo mismo le pasó a Alfred.

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