​El número 15.200​

​El número 15.200​

Thomas Hardy

10/06/2019

Boom, pfff. La sala olía a sangre y sabía a hierro, el color más común de la sala era el gris plateado de las paredes y superficies que se lavan al final de cada día. La instalación de Binéfar se ha construido para llegar a una demanda mayor, aunque parece que se llega y sobrepasa. Aunque solamente lleve dos meses en operación, todo está cubierto por una capa de antigüedad como si todas las vidas que habían pasado por allí hubieran dejado una huella. Llevo trabajando aquí desde que lo inauguraron, cortando el lazo rojo de afuera con esas tijeras más afiladas que los cuchillos que utilizan en la sala de operaciones de al lado. Al otro lado está la cinta transportadora y más allá los camiones, entran al menos ciento cincuenta camiones llenos y salen otros tantos.

Viene el siguiente, va a toda hostia. Normalmente suben por la rampa porque por la escalera no pueden, y así van más rápido y les despachamos antes. Va ocupando toda la cinta como los señores gordos que van rodeados de sus maletas en las cintas de transporte en los aeropuertos. Este va cojo, podían haber puesto la cinta hasta la sala de operaciones, como en Renault. Le doy un empujón para que espabile un poco. El peso de su propio peso le resulta difícil de llevar de por sí, así que con el empujón se cae hacia delante. Le tendré que dar un calambrazo para que se levante.

La chispa que sale de la punta del arreador eléctrico siempre me recuerda a los relámpagos que veíamos a lo lejos cuando salíamos al patio con nuestros bocatas de jamón y mirábamos la tormenta acercarse, se veía el relámpago y luego se escuchaban los truenos, boom, y luego parecía que el cielo suspiraba como si le hubiera costado generar ese petardazo, pfff. Ese olor a lluvia llegaba a la vez que te acercabas el bocata a la boca, una mezcla entre jamón fresco y campo húmedo. Le pincho otra vez para que se levante. Huele a torrezno quemado. Me tapo la cara, siempre suelta un poco de humillo con el que sale cuando soplas las velas de una tarta.

Por fin. Avanza un poco hasta toparse con la pared de enfrente. Como un coche aparcando en batería, toca un poco la pared de enfrente para ver si se le queda espacio. Cierro la puerta detrás de él para que no se mueva. Cuando trabajaba en el taller de cerámica teníamos que meter unos modelos de pieza en un cubo parecido a este, se metían para luego llenar el cubo de yeso, luego se secaba y se abría a la mitad para luego hacer la pieza de arcilla. Allí era más fácil, los modelos de pieza no se resisten al meterlos en el cubo, colaboraban más.

Otra vez se ha caído. Bueno, da igual, tampoco va a salir por sí solo. Mejor así, ahora que lo pienso, así no tengo que darme prisa, podré calcularlo bien y no tendré que darle dos veces. Como me decía mi padre cuando íbamos al campo a cazar perdices, «apunta bien, que luego no van a esperar a que les des otro tiro». Aquí da igual, no van a ir a ningún lado. Cojo la pistola neumática. Tengo los músculos del brazo derecho más fuertes de tanto coger y bajar el bicho este, pensarías que al ser de aire pesaría menos.

Está tumbado hacia delante sobre su pata coja. Me río y digo en voz alta «La pata coja» y doy un salto pequeño. Echábamos carreras a pata coja por la calle cuando era pequeño.

Acerco la pistola a su cabeza, justo entre las orejas, aprieto el gatillo. Boom, pfff. Suena el cráneo y el aire comprimido. Sonaban así los truenos y el suspiro del aire.

Abro la puerta y le mando hacia la sala de operaciones. Me queda poco para acabar, pronto iré a casa, me apetece un bocadillo de jamón.

Número 15.201.

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