Mi padre, Miguel, fue criado por su tío Ambrosio, ese que, como empleo, debía cuidar las fincas de los ricachones del pueblo y en medio de su nobleza y buen proceder sin tacha y mantener una conducta siempre envidiable, un día invitó a mi padre que en ese momento recién cumplía los cinco años, a darle vueltas a las propiedades de sus patrones en mula, con el fin de interesarlo en el futuro e incierto empleo de vigilar las fincas.
Eran más de 20 fincas, todas ellas largas, extensas y meditabundas como los lánguidos camellos del poema.
Al pasar la tarde y ya regresando de un largo recorrido por las 20 fincas que cuidaba el tío Ambrosio, al ver que debajo de los árboles de mango de azúcar y de chancleta yacían inermes y sin dueño, una gran cantidad de ellos; verdes, amarillos y rojos, pensó mi padre recoger algunos y llevarlos a casa para sorprender a la familia.
Mas, nunca se esperó ese encuentro fatal que tuvo con la cruel realidad de la honestidad de su tío Ambrosio, quien dirigió de inmediato una fulgurante mirada a él y como un rayo que quema el pensamiento, preguntó: ¿Y tú por qué vas a recoger esos mangos, acaso son tuyos?, a lo que mi padre respondió. No son míos, pero están regados en el suelo. ¿Y acaso por estar regados en el suelo son tuyos? A lo que mi padre bajando la cabeza contestó que no. Se subió a su mula y siguió el camino…
FIN.
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