A quien madruga Dios le ayuda. Odio este refrán. ¿Ayuda? ¿A qué? A trabajar, porque para otra cosa… poco. Quien se haya criado en un pueblo sabe que los veranos pueden ser idílicos o una tortura. Cuando terminas el instituto piensas que las vacaciones van a ser diversión, ocio y descanso. Que te levantarás tarde, irás un rato a la piscina, volverás a casa a comer, un poco de siesta, otra vez piscina y por la noche salir a dar una vuelta con los amigos, que para eso hace buen tiempo. Las fiestas de los pueblos te esperan para pasar la noche disfrutando. Pero hete aquí que no cuentas con que tu padre ha sembrado garbanzos. El verano se convierte en tortura cuando has llegado a casa a las cuatro de la madrugada y llega tu madre a levantarte a las cinco y media.
- – Levántate, que nos vamos a arrancar garbanzos.
- – ¿Ahora? ¿No podemos ir un poco más tarde?
- – No, hay que arrancarlos con la fresca. A las once lo dejamos y nos volvemos a casa.
Te pones la ropa vieja y con la legaña aún en el ojo te llevan a la parcela. Te pones los guantes y con el cabreo a cuestas te pones a la faena. Ves amanecer y piensas: con lo bien que estaba yo en la cama. Quien haya arrancado garbanzos sabe que se hace en agosto, con la tierra y las matas secas, que no se despelleja la mata sino que hay que sacarla con raíces, con lo que cuesta a veces. Llegas a casa y te das cuenta de que te duelen las uñas, que no sabías que podían doler, en las manos te salen ampollas y sigues con sueño. Has contado los surcos que has hecho por la mañana y has contado los que quedan. Por lo menos doce o quince días más de trabajo. Te metes en la cama para dormir algo antes de la comida, y piensas: que ganas tengo de que llegue septiembre y empiece el instituto.
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