Vuelvo a escribir un relato después de haberme quedado sin trabajo por primera vez desde los 18 años. Durante esta larga ausencia, la energía y las historias se las regalé a una familia de empresarios mafiosos que, junto a otros cien compañeros, el mes pasado decidió echarme como perro del diario en donde conocí el oficio de periodista y la adrenalina que se vive en una redacción.
Ahora que estoy en la lona recuerdo todo lo que tuve que insistir para ganarme una oportunidad en este medio berreta. La por entonces dueña — hoy presa en Uruguay luego de que la justicia le encontrase millones de dólares sin declarar, una flota de autos de alta gama, una mansión con zoológico incluido y una lista interminable de obscenidades- me había bajado el pulgar después de haber rendido una prueba.
— Me avisó el editor de Interés General que estás un poco verde para el puesto — dijo ella.
— Yo sólo necesito tiempo. Dejáme salir a la calle a encontrar buenas historias– traté de explicarle a una mujer de mi edad, que de periodismo entiende lo mismo que yo de física cuántica.
— Por ahora no. Voy a averiguar lo que tenés que mejorar para que en un futuro puedas tener una nueva oportunidad- dijo la dueña, con misericordia.
— Dame un mes. Si ven que no sirvo para esto, me voy sin chistar — retruqué.
— Arrancás mañana — me dijo.
Lo que siguió después de ese diálogo fue una carrera demencial contra el tiempo. En mi horario laboral, de 9.30 a 15.30, cada día tenía que encontrar una nueva historia que merezca ser contada a página completa y que pudiera asegurarme la permanencia en el lugar.
En esas seis horas, que siempre se extendían a ocho, también me tocaba cubrir todo lo que pasaba en la ciudad durante la mañana: incendios, marchas, amenazas de bomba, casos de violencia escolar, árboles caídos, procesiones religiosas y más. Yo no sé si en todos lados será igual, pero en este periódico Interés General es una picadora de carne. De hecho, con una trayectoria de dos años, por escándalo era el periodista más antiguo de la sección.
Casi sin darme cuenta, y sin haber firmado ni siquiera una nota, durante el tiempo que estuve en el Diario Hoy de La Plata escribí más de 200 crónicas de esas que me gustan leer y de las que disfruto contar. Es cierto, no descubrí ningún hecho de corrupción, no formé parte del equipo del Panamá Papers, ni me entregaron un Pulitzer. Pero tuve la suerte de contar la vida de una mujer de Ensenada que derribó teorías de Stephen Hawking, la de un docente que se viste de Batman para alegrar a los internados en el Hospital de Niños, la del único fabricante de bandoneones para chicos en el mundo, la de un bombero que devolvió 100 mil pesos, la de una médica que se fue a vivir a Perú para seguir el legado de Patch Adams, la de un pibe que surfea el Río de la Plata cuando hay sudestada, la de otro chico que lo cruzó a nado, y tantas más.
También me tocó poner el cuerpo en desalojos, en un ring de lucha libre donde me revolearon por el aire, meterme en el barro en sucesivas inundaciones evitables, gestionar una vacuna y una prótesis para bebés que necesitaban ser operado de urgencia, evitar que un tipo se tirase de una torre de cincuenta metros de altura porque no le pagaban el sueldo, y desafiar a un Pitbull de una mujer que se mudaba a Neuquén con 50 perros. Trabajar en un diario fue vivir en una aventura permanente. Algo tan fuerte que llegó a convertirse en una cuestión física: las veces que me tocaba quedarme adentro para pegar algún cable de alguna agencia de noticias de me agarraba una especie de claustrofobia y angustia.
Por eso, mientras lucho con mis compañeros por los que nos deben y mientras busco trabajo, me debato si tengo que seguir insistiendo en este oficio que muchas veces es hostil y que es de los peores pagos. Aunque mis búsquedas actuales por Linkedin sean de redactor creativo en agencias de publicidad o de prensa en alguna institución gubernamental, me pregunto cómo voy a hacer para poder callar a este periodista que soy. Cómo dormir a este periodista que pide y que necesita contar historias para sobrevivir.
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