El runrún se oía desde el interior de la consulta de pediatría. Parecía un tumulto acercándose por el pasillo del Centro de Salud, resultado de un diálogo de adultos, en tono alterado, alternándose con el llanto de un niño.
Parece que unos padres intentan tranquilizar a una niña de unos dos años que llora en medio del imparable bucle de una perreta. A medida que sus acompañantes suben la voz o aumentan la rapidez de su comunicación, la niña arrecia en su protesta.
Al entrar en la consulta, los sanitarios reconocen a Chary, niña muy deseada por una familia que, en esta época del siglo XXI, se la considera de nivel social bajo. Viene en los brazos del abuelo y los padres, que son muy jóvenes, vienen detrás.
Los abuelos (los padres de ella) pertenecen a ese grupo de gente con estudios básicos que, siendo económicamente solventes, les sacudió la crisis en el año 2009 y se quedaron los dos en paro.
Sin duda, a la niña la tienen sobreprotegida y mimada en extremo –lo ha estado desde el minuto uno de su esperado nacimiento–: siempre le han ofrecido caprichos y todo tipo de regalos; es una forma de actuar que ya se ha convertido en hábito y rutina de toda la familia (tal vez obedezca a una actuación inconsciente de sentirse libres de alguna culpa).
El resultado es una niña de poca salud, miedosa y llorica, aterrada por momentos. Los padres y los abuelos le hablan sin cesar, a borbotones, tal como las pelotas de tenis salen de una máquina dispensadora.
–No te preocupes, Chary, –dice el padre angustiado–, que el enfermero no te hace nada. Tienes que estar tranquila que nada te va a pasar, que no te pincha porque nosotros no le dejamos… Además, está el abuelo que luego te lleva a comprar una muñeca o, si prefieres, ¡te lleva a la playa!
El abuelo, que también había estado incendiando la mecha de aquella situación descontrolada, elevó la voz y por un instante se hizo dueño del monopolio de aquel quinteto.
–Chary, mira, no llores, mi amor, que vamos a pescar cangrejos, ¿o prefieres que cojamos mejillones? Yo creo que es mejor mejillones porque los cangrejos pinchan a los niños con sus pinzas, que son bichitos que hacen “pin-pin-pin”…
La niña, estresada por tanta insistencia de unos y otros, lejos de calmarse, sigue berreando persistentemente. De pronto, dice “caca, caca”, llevando su manita a la parte baja del abdomen y como poniendo un poco de sensatez en aquel proceso alborotador.
–No te preocupes, hija –dice nerviosa la madre–, que ya hiciste antes “pipí” y ya lo están analizando los doctores, mi vida, no te preocupes que enseguida podremos ir al parque a jugar en el columpio…
–“Caca, caca” –repite la niña en su berrinche, entre hipos y sollozos.
–No, no. No es caca, Chary, mi vida –terció el padre–. Eso es pipí, mi amor, que la caca sale por el culete y el pipí por el perrete…
–“Caca, caca”…
La pediatra, a la que nadie había saludado, tragó saliva y respiró hondo.
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