Al parecer, todos los días son iguales: me despierta la alarma, pido cinco minutos más, me baño, me arreglo, desayuno y me dirijo al trabajo; aquel lugar que también parece el mismo de siempre, abro la puerta, paso, saludo, dejo mis cosas y llega el momento de iniciar un día más.
Sin embargo, ningún día es igual, tal vez la gente sea la misma pero las circunstancias siempre cambian, cada persona atendida tiene una historia que contar y necesita ser escuchada, solo eso, tener un oído atento que le reconforte, saber que puede contar conmigo para poder platicar de todo, desde la rutina diaria hasta la filosofía de vida; no importa qué edad tengan mis pacientes, todos y cada uno de ellos acude con la esperanza de que les ayude con su dolor físico y emocional, con el simple hecho de escuchar lo que sale de sus bocas.
Y ahí estoy, incondicional a ellos, sin juzgarlos ni reprimirlos, solo dejándolos ser, porque todos sabemos que esa hora a la semana o cada tercer día es única y exclusivamente de y para ellos, y aquí entre nos, también para mí.
No importa su ocupación, pasatiempo o género, cada hora tengo la valiosa oportunidad de explorar una historia de vida diferente, llena de risas, lágrimas, abrazos, besos, buenos deseos y sobre todo mucho amor y gratitud.
Así es como he podido darme el lujo de leer un buen libro, disfrutar una película, visitar alguna exposición temporal en mi ciudad, conocer lugares nuevos, degustar comidas de diferentes partes del mundo, deleitarme con una excelente obra de teatro, viajar y comparar experiencias de vida. Todo eso y más, gracias a esas personas, tan lejanas pero tan familiares a mí.
Aunque sin saberlo, al estar ahí, esos pacientes, también están cumpliendo una misión hacia mi persona, me ayudan con mi propia sanación espiritual. Las palabras, combinadas con el contacto físico de unas manos sanadoras, lograrán cambios profundos no solo en ellos, sino también en mí.
Pasan las horas y en ocasiones, ni tiempo me da de tomar un descanso, ya ni siquiera miro el reloj porque ya sé quién llega a tiempo a su consulta y quién siempre llegará tarde o aquel paciente que cambiará su cita en el último minuto culpando al trabajo, el tráfico, un problema personal o incluso, un olvido inconsciente. No importa que pasen estas cosas, sé con certeza que regresarán tarde o temprano.
Y llega la hora de cerrar el turno, habrá que acomodar el espacio para el siguiente día, para que todo se vea, en apariencia, exactamente igual a todos los días, así que me despido de este espacio físico que guarda tantas memorias, palabras e historias de vida. Si estas paredes hablaran, nunca terminarían de escribir libros.
Me preparo para salir, le echo un último vistazo corroborando que todo esté en orden, apago las luces y cierro las puertas. No puedo evitar que una sonrisa se dibuje en mi rostro; en realidad ha sido un gran día, lleno de aprendizajes.
Llego a casa, cansada, con dolor de espalda, mis pies me imploran que me recueste, tengo hambre y sueño; así que me preparo para cenar algo ligero y caer rendida en mi cama que me espera con los brazos abiertos, lista para terminar un día más, no sin antes agradecer todo lo que significa sembrar una pequeña semilla en alguien que ahora, ya no es un desconocido para mí.
Así que esta aparente rutina me ha permitido ser parte de la historia de miles de personas durante las dos últimas décadas de mi vida profesional, podría considerarse que soy de las pocas personas afortunadas a las que les apasiona su trabajo y que, además.. ¡Me pagan por hacerlo!
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