Era el único de nosotros que no llevaba guardapolvo, eso le distinguía como jefe. Jefe administrativo, para ser exactos, puesto que por encima de él estaban los hermanos Buisán, Don Paco y Don Antonio como todos les llamábamos. Ellos eran altos, bien alimentados, vestían con elegancia e irradiaban la autoridad indiscutible de las familias ricas. En cambio, el señor Ferrer mediría uno cincuenta, era muy delgado y de piel apergaminada. Vestía un traje gris, siempre el mismo, que le venía dos tallas grande, pero que posiblemente le estuviera que ni pintado diez años antes, cuando se lo confeccionó un sastre de la calle Fuenclara. Sobre la punta de su nariz se mantenían en precario equilibrio unas gafas de présbita por encima de las cuales miraba con sus ojos grises y acuosos. Gafas que volvían al bolsillo superior de su chaqueta cada vez que venía hacia mí por el pasillo con un papel en la mano para que lo archivara. Y, ya de paso, se metía al váter. Alguna vez lo vi en el urinario de capilla, apoyado en él y gimiendo de dolor. Dejaba el suelo bien salpicado de un líquido color naranja consecuencia, decían, de su tratamiento medicamentoso. Yo sorteaba cada día varias veces la charquera naranja para pasar al escusado a aliviar mis necesidades, alguna de ellas motivada por la visión de las piernas de la señora de la limpieza mientras fregaba el suelo de rodillas.

Un día, el señor Ferrer me pidió que le acompañara al sótano, donde se ubicaba el archivo histórico. Era un sótano de techo alto cuyas paredes estaban cubiertas de estanterías llenas de legajos y libros de contabilidad. En las baldas superiores, los libros Diario y Mayor de los últimos veinte ejercicios. Me pidió que acercase la escalera de mano y le bajase el libro Mayor de 1963. Era un mamotreto de unos sesenta por cuarenta centímetros y pesaría unos veinte kilos, demasiado para que un muchacho enclenque de quince años pudiera bajarlo con una mano mientras utilizaba la otra para sujetarse a la escalera. El señor Ferrer se percató de las circunstancias y alzó los brazos pidiéndome que se lo lanzase, que él lo cogería al vuelo.

Desde mi perspectiva de Dios, pude ver un anciano de casi setenta años, enfermo y débil, a quien el peso de un libraco de veinte kilos iba a desequilibrar y quién sabe si a matar. No me caía bien el hombrecillo, era un pesado con sus manías, con sus tachaduras de tinta roja, con su ceniza de picadura esparcida sobre los papeles, con sus meados profanando la antesala de mi refugio. Detestaba esos ojillos que me miraban por encima de las gafas, siempre reconviniéndome. Sí, era mi oportunidad. Tal vez el libro lo derribaría y moriría de traumatismo cerebral. Un accidente, dirían. O quizá me acusarían de su muerte, iría a la cárcel y allí me haría un hombre, me forjaría una reputación de asesino despiadado y viviría una vida de aventuras, dinero, chicas y cocaína. Ahí va, pues, el jodido libro.

Pero, en el último instante, mi mano giró tres o cuatro grados más de lo previsto, lo justo para desviar el libro, que cayó al lado del señor Ferrer levantando una nube de polvo. Él tosió un poco, tomó el libro no sin esfuerzo, lo puso en una mesita, se caló las gafas en la punta de la nariz y se dispuso a revisar la contabilidad de 1963.

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