Hacía rotar el lápiz entre sus dedos pulgar e índice de la mano derecha con la destreza de quien ha liado muchos cigarrillos. Con la izquierda sujetaba el sacapuntas, haciendo pinza entre el pulgar, anular y corazón, y arqueando la palma de la mano, como cuando se usa para recoger un poco de agua para beber. De esta forma caía en su mano la viruta que la afilada máquina afeitaba del lápiz. Cualquiera pensaría que usaba esta técnica para evitar que los recortes ensuciaran su mesa, su pulcro espacio de trabajo. Pero no, no lo hacía por eso. Le gustaba la sensación de las limaduras yendo a reposar, poco a poco, en su mano. Se esforzaba por hacerlo despacio, por conseguir que la secuencia de virutas no se interrumpiera, no se cortara, que acabaran descansando plegadas sobre sí mismas, como los volantes de un vestido flamenco. Mientras giraba el lápiz permanecía atento al suave ronroneo que emitían al alimón lápiz y cuchilla. ¿Ronroneo? Si, a el le recordaba el ruido que hacía el gato de su abuela. Si la cuchilla estaba bien afilada y el lápiz era de calidad no había que hacer esfuerzo con los dedos y el ronroneo era armonioso. En caso contrario el sonido se transformaba en un gorjeo inarticulado, estridente y desagradable. Por eso solo compraba los mejores lápices y reemplazaba las cuchillas regularmente. Cuando conseguía ahorrar o facturar algún dibujo a buen precio adquiría un nuevo afilalápices. Afilalápices, no sacapuntas. Eso es lo que era el ingenio que mantenía su arsenal de herramientas de ilustrar en perfecto estado. Se saca punta a un palo, o como mucho a un lápiz de carpintero, esos que son planos, y se hace con un cuchillo. Sus lapiceros, alemanes, de dibujar, suaves y duros, de todos los tonos, desde el 2H hasta el 6B, ni eran palos ni servían a un carpintero. Sacapuntas son los mecánicos, o los eléctricos, máquinas que hacen el trabajo rápido, sin la pausa que requiere el afilado de una herramienta de ilustrar. Y lo que es peor, recogen las virutas de cualquier manera en un recipiente de plástico transparente. ¿Recogen o despilfarran? El utilizaba afilalápices, que nadie se confunda. Cuando terminaba de afilar el lapicero se acercaba la mano a la nariz y disfrutaba del aroma de las virutas. A madera. Luego las posaba sobre la mesa y las separaba, y adivinaba las formas que estas habían decidido adoptar. Era capaz de ver el capote de un torero cuando el lápiz era rojo, un vestido de baile cuando era verde o las olas de un mar embravecido cuando era azul. Entonces las amontonaba en un cuenco de loza que colocaba a la derecha del tapete sobre el que dibujaba. Desde allí las virutas desprenderían su aroma, único, mientras trabajaba. Después de una profunda inspiración del perfume a madera, el mismo que desprende la caja de una buena guitarra, podía comenzar su trabajo.

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