Mientras era estudiante decidí trabajar para apoyarme con mis gustos y liberarles un poco a mis padres el gasto familiar; mi primo Rob me consiguió empleo atendiendo un puestecito donde vendíamos gafas de sol y lentes para vista cansada; tenía entonces diecinueve años y un costal lleno de sueños atado a mi espalda; ese bazar era el paraíso para una chica como yo, iba gente de todas las razas, culturas y niveles sociales; en los pasillos podías comprar tenis, pantalones, discos, fotos, maquillajes y cualquier cosa que pasara por tu mente; los pasillos llenos de risas y de música de todos los géneros me daban la bienvenida cuando a las nueve en punto levantaba las cortinas metálicas y gritaba contenta “¡Amigos míos, hoy será un gran día!”, e inmediatamente comenzaba a acomodar toda mi mercancía para exhibición; todos sonreían, algunos aplaudían y otros contestaban con un “¡Si amiga, así será!”
”Señorita, ¿me permite probarme esas gafas?” – preguntaban mis potenciales clientes “¡Claro que si!, le acerco el espejo para que vea que bien le quedan” respondía yo. Todos nos conocíamos dentro ese pequeño mundo, éramos como una gran familia; ahí conocí el amor, la amistad y la lealtad; con lo que ganaba pude rentar un mini departamento y probar las mieles y los sinsabores de la libertad y la independencia. Aún recuerdo los viernes en la noche cuando nos reuníamos para ir a cenar, platicábamos nuestras experiencias y eso nos llenaba de entusiasmo para enfrentar con una gran sonrisa el fin de semana y el mar de gente que iba y venía durante toda la jornada.
A los veinticinco años acabé la licenciatura; entré a trabajar a un gran corporativo, intenté con todas mis fuerzas mantener la sonrisa y las ganas de llegar a trabajar con las que había llegado a mi primer trabajo a los diecinueve años.
Recuerdo con nostalgia aquellos coloridos pasillos cuando miro la gris y obscura oficina a la entrada del edificio; añoro las grandes sonrisas de mis amigos al cruzarnos cuando escucho el forzado “buenos días” que se dicen mis colegas cuando se cruzan por el camino; hoy soy una mujer adulta con muchas responsabilidades; los hijos, la casa, el marido y el trabajo; pero aún y con eso, todos los días a las ocho en punto abro las cortinas translúcidas de mi oficina y fuertemente los saludo a todos “¡Compañeros, ánimo; hoy será un gran día!”, a veces sonríen, casi nadie me contestan y otra muchas se miran entre sí como diciendo ‘y a esta loca, ¿qué le pasa?’.
Pero por increíble que parezca, me gusta mi trabajo, para esto estudié y no voy a dejar que me ‘devore’ el sistema; amo los colores y por esa simple razón NO puedo esperar a que la rutina me torne gris; ¡no señor!, no lo puedo permitir….
¡Amigos míos, ánimo; hoy será un gran día!
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