Pilar estaba batiendo huevos en la cocina. Como todos los miércoles, le hacía el desayuno a Magdalena, la asistenta. Por comentarios que se le escaparon el mismo día que la conoció, sabía que se alimentaba cada veinticuatro horas —a la hora de cenar—. Así que, temiendo que pudiera desmayarse de debilidad mientras limpiaba, subida a la escalera, los ventanales, las lámparas o los azulejos, había adoptado la costumbre de hacerle tomar algo a media mañana.

Pero ese miércoles era el último. Magdalena la había avisado la semana anterior de que se marchaba, como interna, a un chalé. Necesitaba más dinero. Con lo que ganaba trabajando por horas no llegaba a fin de mes. Además, el nuevo trabajo, en las afueras de la ciudad, representaba un subterfugio para alejarse de su marido; un cafre, según se lo describió, que solo le dirigía la palabra para hacerla desnudarse, cosa que refería a menudo aunque no viniera a cuento. El sueldo de él se iba íntegro en el alquiler. La comida, la ropa, y el resto de gastos que generaban tres hijos, acomodados de la mañana a la noche en la más absoluta inacción, tenían que salir de sus ingresos.

Pilar compadecía a Magdalena. Por ese motivo la contrató, ya iba para dos años, el día que fue a hacerle una limpieza a fondo después de una pequeña reforma. Nunca antes había necesitado una asistenta ni era probable que la necesitara en un futuro cercano. Sin embargo, la lástima hizo que se quedara. Y, por la misma razón, había pasado por alto sus despistes, su mala memoria y su brusquedad. Si se le olvidaba limpiar un armario, la encimera, o lo que fuese, ella cogía el quita grasas y la bayeta, a escondidas, y hacía desaparecer la suciedad sin rechistar. De igual modo, cuando Magdalena terminaba de limpiar el polvo y pasar la aspiradora, se entretenía alineando las sillas alrededor de la mesa, enderezando los marcos de fotos, las alfombras, los cuadros y los libros.

De vez en cuando le sobrevenía una sacudida de espanto por la violencia con la que Magdalena corría los muebles y depositaba las copas de cristal en el escurridor, tareas que ella había realizado, invariablemente, con suma delicadeza.

En multitud de ocasiones la hubiera despedido de buena gana. Cada miércoles, a decir verdad. Pero siempre había terminado por callarse. Las pocas veces que tuvo el coraje de reconvenirla, Magdalena se limitó a asentir. Acto seguido, continuaba haciendo las cosas a su manera. Era, por tanto, consciente de que lo único que podía hacer para librarse de aspirar la tierra de una maceta que había rodado por el suelo o los añicos de una pieza de cerámica que se había precipitado al vacío, era decirle que no volviera más. No obstante, nunca se lo dijo. La pena acababa imponiéndose al impulso de echarla. Y ahora que, al fin, se iba por su voluntad, Pilar se sentía desolada.

¿Qué iba a ser de Magdalena? ¿Cómo se iban a arreglar sin ella los tres hijos mostrencos a los que consentía cualquier capricho con tal de no oírles dar voces o amenazarla de muerte si no claudicaba a sus exigencias?

Se le humedecieron los ojos y dejó el plato sobre la encimera para limpiarse con el delantal. Un golpe atronador le cortó, en el acto, las lágrimas y la respiración.

—¿Qué ha sido ese estruendo? —gritó.

—No fue nada, señora. Se rompió una cosita.

De tres zancadas llegó al baño, donde Magdalena llevaba más de una hora limpiando la mampara.

—¿Una cosita…?

—Se me vino encima la cristalera. Al toque.

—¡Virgen Santísima! ¿Cómo te has apañado para cargártela así, a lo bestia?

—No hice nada, señora. Se me vino encima nomás. Llame al seguro y verá que le ponen otra nueva bien rapidito. Yo tengo cristales dentro de la ropa y…

—Calla, anda, calla y sal de ahí.

—…

—¿Me estás oyendo? ¿Quieres salir de ahí y sacudirte los cristales? Vamos, espabila, vete a mi dormitorio y desnúdate, no vayas a tener alguna herida. Yo voy a buscar la cámara de fotos. El seguro querrá pruebas.

—No, señora, yo no me desnudo. Me voy a mi casa.

—¿A tu casa? ¿Ahora? ¿Con la que tenemos aquí liada?

—Ahorita mismo.

—¿Y eso por qué?

— No quiero que me haga fotos desnuda.

—¿Pero qué dices?

—Que me voy.

—De la foto. ¿Has dicho que voy a hacerte una foto desnuda?

—Recién lo dijo usted.

—Decía a la mampara. O, más bien, a lo que queda de ella. ¿Para qué iba a querer el seguro una foto tuya? Ni que estuvieras sangrando.

—No para el seguro. Para usted.

—¿Para mí? ¿Tan mal me he portado contigo como para que me salgas con estas desconfianzas?

—Sí, señora. Me asustó.

—¿Que te asusté?

—…

—¡Lo que tiene una que aguantar!¡Lo que te llevo aguantado! Si no fuera hoy tu último día puedes estar segura de que… Mira, ya da igual. Mejor, vete, sí. Te regalo las tres horas que no vas a trabajar. Solo te pido que recojas antes el estropicio. Por favor te lo pido.

—Adiós, señora.

—Nada de «adiós». Haz lo que tienes que hacer, por una vez, aunque sea el último día o…

Pilar volvió a la cocina con las mejillas ardiendo. Encendió el fuego, y se puso a cuajar la tortilla que había empezado a hacer antes del incidente. Media hora más tarde, Magdalena vació el recogedor en el cubo de la basura y dijo que se marchaba. No se levantó a despedirla.

Se había sentado a desayunar. Escuchaba las noticias en la radio. Al oír el portazo volvió la cabeza con indiferencia. Se llevó a la boca un pedazo de tortilla sobre un trozo de pan, que se le desmigó encima de la falda y de un manotazo arrojó las migas al suelo, al tiempo que trataba de echar fuera de su cabeza un pensamiento incómodo: la intención de aparentar, en el futuro, una dosis de maldad. Mínima, sí, pero indispensable.

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