Quirófano doce
Cuando lo oí pasar medio silbando, pensé: el pajarito hoy está de buena leche. Será que habrá follado este fin de semana, y no con su mujer precisamente. Quizá con la rubia del turno de la otra mañana con la que se reía tan a gusto.
Qué pobre su mujer, cargar con este hombre. Aunque tampoco hay que dramatizar, porque ella se lo monta de gimnasio y amigas a costa de una criada sudamericana, a jornada completa por un sueldo de esclava. Pero bueno, si no le da la vara la conciencia, como será su caso, pues a vivir se ha dicho.
Así que no te preocupes por la insigne señora del silbante porque más duro lo tenéis las que os levantáis a las seis y media de la mañana desde hace treinta años.
También Luis, el anestesista, parecía contento. En fin, que debía de haber alguna conjunción entre Venus y Marte para tanta armonía en el ambiente habitualmente infecto del quirófano doce.
Aunque ya se sabe que de la risa al llanto. Bueno, me dije, más vale que te vayas con cuidado y sigas, a pies juntillas, lo que te recomendaba el horóscopo del periódico que has estado ojeando en la cafetería:
TRABAJO: Cuídate de este día de marzo. También a ti, como a César, te pueden apuñalar los que están a tu lado en cuanto te descuides.
DINERO: Mal momento, el azar no está de tu parte. No inviertas ni en pipas. Si colgaste muérdago en la puerta de tu casa cuando empezó el año, descuélgalo enseguida, hacía mucho tiempo que lo habían cortado y es contraproducente.
AMOR: ¿Qué te voy a contar? No es lo tuyo, cariño.
Y qué razón tenía en eso del amor porque, desde que recordaba, me había ido de pena. Lo cual tampoco era raro viendo aquella caterva de homínidos sin pelo con los que había estado hasta el momento. En fin, para ser más exacta, donde ponía el ojo…había un idiota.
Para prueba evidente: allí estaba Pastriz, en lo alto del pódium.
Siempre había estado segura de que aquel cretinillo silbador tenía un espejo como el de la madrastra de Blancanieves, pero de lado a lado de la pared de su dormitorio, al que
le pregunta todas las mañanas antes de salir de casa mientras se ajustaba el paquete, si había alguien en el mundo más cojonudo que él.
En fin, de pensar que me había enrollado con aquel don Juancito durante más de un año mi autoestima caía a bajo cero.
Por una temporada, continuaba el horóscopo, es mejor que inviertas todas tus energías en cuidar de tus plantas, poner algo en conserva, hacer algún deporte o en dar largos paseos. Cuando estés por la calle, te pones unos cascos y no intimes con nadie de momento.
Una tos a mi espalda acompañada de un comentario sarcástico de Past, familiarmente hablando, hizo saltar mi alerta. Tu hora zen ha llegado, aplica lo que sabes, me dije a mi misma.
—Señorita Alicia, señorita Alicia, aquí la tierra ¿me recibe?
—Por supuesto que lo recibo doctor Pastriz, contesté al antedicho, volviéndome hacia él con una sonrisita.
—Bueno, pues entonces, si no le importa, procedamos de una puta vez, ¡Que hoy tengo prisa!
La operación fue bien. Sólo en una ocasión la frecuencia cardiaca del paciente se ralentizó un poco, pero en unos segundos volvió a normalizarse como era de esperar de un cuerpo atlético y bien proporcionado con el que estaría dispuesta a transgredir, sin demasiado esfuerzo, unos cuantos principios. Pero en aquel momento, aunque un impulso primario y arrasador le hubiera llevado a aquel hombre tan guapo a arrancarse el gotero, la mascarilla, el monitor y todo lo demás para arrojarse a mis brazos, me hubiera sido imposible poder corresponderle porque, después de siete horas que llevaba de pie y con aquel disfraz de instrumentista, qué podría deciros.
Pastriz, afortunadamente, ya estaba cerrando. Además, satisfecho de aquella operación sin ningún contratiempo, otra vez tarareaba Macarena.
Canturreo que sólo interrumpió para ordenarme, intempestivamente, que limpiase el sudor que manaba de su asquerosa frente. Mientras lo hacía, pensaba en terminar y en marcharme a mi casa para darme una ducha, ponerme el pijama y tirarme al sofá hasta que me cansara. De allí no me iba a levantar más que una tostada de jamón de recebo y una copa de vino.
De un lugar del averno llegó hasta mis oídos la orden de Pastriz: ¡Pásame las tijeras! De manera automática alargué la mano hacia la mesa donde había dispuesto todo el instrumental.
Pero las tijeras no estaban allí, ni allí ni en el cubo de desechos ni en el suelo. Me giré hacia Luis inquisitivamente. Él levantó las cejas y movió la cabeza indicándome el sitio donde estaban.
Pastriz ya no cantaba, miraba a la pared con la mano extendida.
—¿No me oyes, Alicia? ¡Que me des las tijeras!
Me acordé del horóscopo. Entrecrucé los dedos y respiré profundo.
—Ahí las tiene, doctor, en el pliegue del paño.
Al escuchar mi voz fue girando hacia mí su cuello de carnero.
—Pues vienes y las coges y luego me las pones en la mano.
Me acerqué y se las dí. Las cogió de un zarpazo, las usó un momento y las tiró al suelo.
Después de aquella escena, empecé a recoger los materiales.
Un estruendo a mi espalda desplazó por el aire una cosa brillante, tiró un monitor, un taburete, el cubo de deshechos y la mesa de Mayo.
Como yo nunca he sido rencorosa, me acerqué hasta la UCI a hacerle una visita.
Cuando me vio entrar, los ojos de Pastriz eran dos rayos láser.
Su mujer estaba junto a él, me dio un par de besos. Parecía simpática. Qué caída más tonta. Se había fracturado la mandíbula y el peroné de la pierna derecha.
Nos quiso decir algo pero, aunque lo intentamos, no pudimos saber lo que decía a causa de los cables que cerraban sus dientes.
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