Festival de vanidades

Festival de vanidades

Diego Durán

04/05/2019

Si volviera a nacer, lo volvería a hacer. Así de claro. Me encantaba mi trabajo. Sin tener que estar atado todo el día a una silla en una oficina, sin estar sujeto a horarios rígidos. Y muy bien pagado. Cuando Bastián me llamaba y me anunciaba nuevo proyecto, hasta engordaba de lo feliz que me sentía. Siempre me encontraba listo.

Creo que fueron diez años, de proyecto en proyecto, siempre con una estrategia limpia y muy eficaz. Formábamos un equipo inigualable: estaban el Manitas, el Traca, el Cajero, y un servidor, el Niño… todos con nuestro nombre y especialidad. Nunca tuvimos problemas porque éramos, verdaderamente, un equipo con un verdadero líder.

Bastián era una persona sensata, seria y con mucha cabeza. Además, sabía dar y pedir a cada uno lo suyo, sin imposibles, por lo que siempre te sentías seguro y apreciado.

Pero Bastián fue pasando de proyectos, digamos, tipo familiar, a otros más industriales. Los éxitos le fueron envaneciendo, y ya sabemos que la vanidad tiene mala cura y puede infectar al cerebro más brillante, sobre todo a esos. Y para poder atender ese crecimiento había que ampliar la plantilla.

El último año fueron tres las nuevas incorporaciones, con la idea de que el siguiente se incorporaran tres más. Hubo que comprar una segunda furgoneta.

Y empezaron los viajes. Porque los primeros años todos nuestros trabajos fueron en Madrid capital, pero con la expansión vinieron los viajes, al principio cortos, de cercanías, por los alrededores de Madrid, pero, pronto, en cuanto se incorporaron los nuevos, empezamos con la larga distancia. De poco sirvió que yo le dijera lo sabido de si funciona no lo toques, porque él decía que para mejorar había que crecer, y para crecer, había que tocar.

El primer trabajo con los novatos fue en Jaén, una ciudad no muy grande, pero tampoco un pueblo. En plena plaza de las Batallas. Todo fue bien, pero ya tuvimos la primera señal de que algo podía acabar yendo mal: uno de los nuevos, Cara-rajá, cuando ya habíamos terminado y estaba todo listo para irnos, sacó una navaja, se acercó al mostrador de madera que había, y marcó una “C”, de manera irregular, pero bastante clara. Se llevó una buena bronca cuando se enteró Bastián. Le gritó que éramos profesionales, y no niños firmando sobre el hormigón fresco de las calles.

Pero como todo fue muy bien, aquello se olvidó, Bastián se animó, y se abrió a nuevos horizontes: nos dijo que iríamos a la Costa del Sol. Eso ya eran palabras mayores. Pero antes tendríamos que acudir a Córdoba, porque el Cara-rajá le había hablado de una buena oportunidad. Y Córdoba nos serviría de entrenamiento. Cuando terminó de explicarnos lo que haríamos en Córdoba, yo dije, riendo, que parecía que seguíamos los pasos de la reconquista, lo que no pareció gustar mucho al jefe.

Tengo que reconocer que este hombre, que por cierto tenía un mote muy apropiado por la cicatriz que le bajaba desde la oreja al labio, a pesar de su apariencia tosca, también tenía una buena cabeza y una especial habilidad: era asturiano, y según él, antes que fraile fue cocinero, con lo que quería decir que durante años había sido minero, barrenero para más señas. Y los dos que entraron con él, también asturianos, pero más callados e introvertidos. Bastián estaba encantado con el nuevo equipo, porque pensaba que podríamos abordar empresas más ambiciosas.

En Córdoba estuvimos todo un fin de semana, con dos tajos abiertos, uno cerca de la mezquita y el otro cerca de un local de Mercadona. El primero, parecía ser, era el más complicado, por lo que para allá se fueron cuatro con el Cara-rajá, y en el segundo nos quedamos el resto.

Otra vez fue todo bien, pero el Traca me dijo que el asturiano había vuelto a marcar la C, y que esta vez tardó más porque se paró a hacerlo en el cristal de una ventana.

Y así, cada vez con más experiencia y pensando que cada día que pasaba nos acercaba un poco más a nuestra definitiva jubilación, llegamos a Marbella. Eso era otra cosa. Yo sólo lo conocía de la tele y los periódicos, pero allí, en persona, todo era mucho más. Se notaba. Bastián nos prometió, por lo menos, tres obras. Y todos teníamos conciencia de que aquellos iban a ser nuestros últimos trabajos juntos. Lo que no sabíamos era lo certero de nuestra conciencia.

El primero y el segundo trabajo fueron sencillos. Todo bien. Quiero aclarar que sólo trabajábamos los fines de semana, así que después del primero estuvimos una semana en Marbella a cuerpo de rey. Y después del segundo, aún más.

Y llegó el que sería último trabajo. En pleno centro de la capital de la Costa del Sol. Todo perfecto, hasta que el Cara-rajá quiso dejar huella, pero de las de verdad, y ya no se conformó con la C, sino que ahora ya quería todas las consonantes, dijo que en árabe no hay vocales, que no sé yo qué tenía que ver él con los árabes, y se puso a grabar CRRJ en el frente de una de las cajas del banco. Pero claro, eso no se graba en dos minutos, nos fuimos de tiempo y cuando llegó la pasma todavía estábamos dentro, y en cuestión de unos minutos nos vimos rodeados.

Después de más de diez años de trabajos limpios y productivos, todos acabamos en la cárcel. Así cayó el equipo que era conocido como «Las ratas del Retiro» (nuestro primer golpe fue al lado del Retiro, en Madrid). ¡Después de más de diez años! Ya sabemos que un gramo de vanidad puede arruinar un quintal de mérito, y es que entre uno que quiso ser multinacional y otro que no entendía el trabajo sin firmar, aquello se convirtió en una hoguera de vanidades en la que ardimos todos.

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