El despegue nunca le había resultado agradable, pero una vez que la aeronave quedaba estabilizada en el cielo como si estuviera colgada de argollas invisibles, llegaba el momento de mitigar tensiones en el confortable pasaje de primera clase. Existen diversos consejos que ayudan a soportar la pesadez de los vuelos transoceánicos, como ir ataviado con ropa cómoda, elegir comida variada, beber agua, no permanecer siempre sentado y aprovechar la ocasión para que la imaginación vuele en un viaje paralelo. Ernesto Callejón siempre cubría este último apartado haciendo uso de los mismos recuerdos. Ocho horas sin interrupciones dan para mucho y, por ello, se preparaba para rememorar de nuevo las mimbres que sirvieron para construir su cesto.

Rodeada de una bruma difusa, percibía en su mente la humilde casa alquilada donde llegó al mundo, la habitación que lo acogió durante varios años y la cama donde dio rienda suelta a sueños imposibles. Volvía a su recuerdo la imagen de su padre ataviado con pantalón gris y camiseta blanca de tirantes, inclinado sobre la palangana esmaltada junto al fregadero de la cocina, mientras su madre llenaba el recipiente por medio de una jarra. Una vez vertida, el hombre de la casa introducía las dos manos en el agua a modo de cazo y la esparcía en el rostro, frotaba las axilas y humedecía el pelo. Acto seguido, cubría el torso con la camisa de batalla y ya estaba preparado para afrontar una nueva jornada de trabajo exigente. Un ligero capacho, cubierto por un mantelito anudado, contenía las viandas suficientes para sobrellevar el día.

Manolo Callejón se ganaba la vida como mozo de cuerda, soportando sobre sus hombros cualquier carga, por pesada que fuera, siempre que alguien necesitara trasladarla de lugar a cambio de una compensación económica. Acudía a primera hora de la mañana a mercados, almacenes, lonjas, cobertizos o tinglados donde se presumía iban a llegar camiones cargados de mercancía en busca de brazos fuertes y espaldas robustas. No rehuía el trabajo a pesar de su dureza y no lo abandonaba mientras quedara algo que hacer. Comía a deshoras y descansaba cuando podía, con el propósito de aumentar el jornal diario todo lo posible. Agotado, jadeante y desfallecido, se retiraba a última hora de la tarde con la mano derecha en el bolsillo del pantalón empuñando el salario conseguido. Descartaba unirse a la comitiva fiestera que enfilaba la puerta de entrada a alguna de las tascas o tabernas distribuidas por el camino, buscando un oasis donde dar sentido a tanto sufrimiento. Una vez alcanzada la euforia que proporciona la ingestión de los primeros vasos de vino, la razón mengua y la lucidez se evapora al mismo tiempo que los dineros. Eso es lo que trataba de evitar Manolo.

María Fernández lo esperaba todas las noches en el quicio de la puerta, ataviada con ese delantal perpetuo que las amas de casa de una época de nuestras vidas utilizaban como herramienta profesional, y que raras veces desaparecía de su atuendo. El abrazo repleto de ternura en el reencuentro no faltó a la cita, al tiempo que Manolo le hacía entrega de la totalidad del salario logrado. Lo administraría como solo ella sabía hacerlo. Nueva friega de jarra y palangana antes de sentarse a la mesa y reponer fuerzas. Al día siguiente la historia se repetiría y habría que calzarse de nuevo el saco de esparto a modo de capucha para resistir mejor la terrible faena. En eso consistía el día a día de Manolo y María. Una rutina implacable sin apenas resquicio para diversiones, fiestas o jolgorios, pero que asumían con una disciplina férrea en busca de un objetivo marcado.

Ernesto tenía grabadas a fuego las palabras que su padre le repitió hasta la saciedad en una lección de vida que nunca olvidaría: “Hijo, las personas tenemos la capacidad de conseguir el propósito que nos marquemos, siempre y cuando hagamos uso de la fuerza de voluntad necesaria. Todos la tenemos, solo hay que emplearla”. Cuando terminó el bachiller con buenas calificaciones, Ernesto pensaba que había llegado el momento de buscar trabajo y ganarse el sustento sin depender de sus progenitores…, pero se equivocaba. Una charla familiar alrededor de la leña humeante le permitió conocer el diseño elaborado con infinita paciencia para encauzar su futuro. El enorme trabajo desarrollado por su padre durante años, unido a la capacidad de ahorro de su madre en la administración familiar, dieron el fruto esperado. Los recursos para afrontar la carrera universitaria con la que había soñado en silencio, estaban dispuestos. Ernesto no desaprovechó esa oportunidad, sino más bien lo contrario. Graduado con éxito, un mundo de posibilidades se abrió ante sus ojos, pero todas lejos del entorno familiar de donde marchó para regresar en contadas ocasiones. Sin embargo, el inmenso orgullo que sentían sus padres compensó todos los inconvenientes.

La figura de Ernesto Callejón se agigantó con el paso de los años, convirtiéndose en un referente ante profesionales de todos los sectores industriales y económicos. No obstante, todo no fue positivo. El fallecimiento de sus padres, con escasa diferencia de tiempo entre ambos, supuso un golpe tremendo que dañó su estado anímico. Sin embargo, superó esa enorme desgracia haciendo emerger sensibilidades que aún desconocía.

Poco después de que el avión tomara tierra en Nueva York, Ernesto caminaba por el largo pasillo que conducía hasta el escenario del Palacio de Congresos donde debía impartir la conferencia que muchos estaban esperando. A su izquierda, Manolo Callejón lo miraba con gesto placido en ese rostro cubierto de innumerables surcos producidos por toda una vida de continuo esfuerzo, vestido con la camisa de batalla. A su derecha, María Fernández aferraba el brazo de su hijo mientras le dedicaba una tierna sonrisa, ataviada con el vestido negro de luto infinito y el delantal perpetuo. Ernesto se detuvo antes de salir a escena, dejando que Manolo y María se adelantaran para recibir el sonoro aplauso. Todo el mérito era de ellos. El suyo consistía en mantenerlos a su lado.

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