Montoya no paraba de reír, el calor en la frente y el hormigueo en todo su cuerpo lo mantenían en el suelo; en su cabeza aún retumbaba la música electrónica, aún sentía el hedor a cerveza barata mezclada con yerba. En pocos minutos el parqueo estaría repleto de gente frustrada con ojeras en los ojos y aliento a tabaco y café. Conforme sus sentidos regresaban a su cuerpo, Montoya sintió que estaba acostado en un charco, quizás era orina, suya o de alguien más, en el peor de los casos podría ser vómito, suyo o de alguien más. Para otros era una mañana agradable de domingo de diciembre, para Montoya y sus compañeros del call center, un día más de trabajo.

La migraña hizo lo suyo, además Montoya tenía sed, dejó de reír y comenzó a recordar: recordó cuando soñaba con ser piloto aviador; recordó cuando entró a la Universidad de San Carlos de Guatemala a estudiar administración de empresas y su vergonzoso bautizo; recordó a su supervisor, el ingeniero Gutiérrez, de control de calidad. El tipo tenía su título de ingeniero colgado en su cubículo, como una extraña forma de demostrar autoridad, o de recordar su fracaso. Montoya odiaba a Gutiérrez, era natural odiarlo, su gestión consistía principalmente en «ponerle el dedo» a cualquiera que bostezara, comiera, hablara, se quejara o hiciera cualquier cosa que lo incomodara, se daba el gusto de hacer que despidieran a quien quisiera por mero antojo. Acosador experimentado, hostigador repugnante y culebra a más no poder, Montoya en varias ocasiones, con sus tragos de más, decía que si tuviera la oportunidad, no dudaría en arrancarle la cabeza al inge y mearse encima… O por lo menos vaciarle una 45 en la cara.

Montoya seguía sin distinguir de qué era el charco en el que estaba acostado. Cuando su cuerpo comenzó a responder, dio su mejor esfuerzo para sentarse, aún estaba oscuro, el sudor de su cuerpo estaba frío, su cuerpo temblaba y la migraña le destrozaba la cabeza.

La mente de Montoya arrojaba recuerdos de manera aleatoria, reproducía distintas escenas sus días en la facultad, seguidas de recuerdos de su infancia y de la noche anterior, cuando combinó cerveza con bebidas energizantes, seguidas de un par de líneas que inhaló y una piedra que el dealer del call center le regaló con pipa incluida. De niño Montoya vio a una mujer extraña mientras jugaba con sus aviones de plástico en la calle, sintió un miedo inusual que nunca había sentido de nuevo, hasta la noche del convivio en el call center, cuando la droga y el alcohol le quitaron la timidez y buscó a Raquel entre la multitud de cuerpos que se retorcían entre los sonidos computarizados y las luces rojizas de la pista de baile cuyo epicentro era una masa de carne bañada en sudor con todo tipo de olores repulsivos.

Montoya tiene sed, siente que las entrañas se le secan. Necesita agua o cualquier cosa para saciarse, la desesperación crece, su cerebro aún no está en sus cabales, la droga sigue en su torrente sanguíneo, no piensa con claridad, solo se deja dominar por sus primitivo instinto de supervivencia que le dice que si no bebe algo morirá. Siente el charco en el suelo, aún no distingue qué es; al fin, sin pensarlo, pega la boca al piso y comienza a sorber… Inmediatamente vomita, ahora siente que las entrañas se le saldrán por la boca. Se tira al suelo, antes de desmayarse mira un bulto tirado a su lado, el cual no había visto antes.

A Gutiérrez le gustaba hacer la vida imposible a Montoya desde que comenzó a trabajar en el call center hace casi un año, cualquier motivo era suficiente para gritarle, sancionarle y amenazarlo con el despido. El último mes el hostigamiento llegó a ser excesivo hasta para Gutiérrez. En una ocasión Montoya estuvo a punto de golpearlo, pero sus compañeros lo detuvieron a tiempo. ─Matame, pues.─ dijo Gutiérrez. ─Esperate─ dijo Montoya entre dientes.

Montoya se habría paso entre la masa viscosa y desinhibida que se agitaba al compás de los sonidos artificiales que salían de las bocinas desgastadas. Raquel debía estar en alguna parte, esa era la noche en que la haría suya. La música, los gritos y los gemidos desorientaban aún más a Montoya. Raquel estaba en el centro de aquel aquelarre, su vestido casi transparente terminó de idiotizarlo; pero en las mismas notó como cientos de brazos llegaban de todas partes y tocaban sus carnes, jaloneaban el vestido, arrancaban su piel y cada uno se llevaba partes del cuerpo: órganos, tendones, huesos, cabello, hasta dejar una mancha rojiza en el suelo. Inmóvil, se dio cuenta de algo que había pasado por alto: todos en la pista de baile se mordían y arrancaban extremidades, el suelo estaba lleno de dedos, dientes y cuero cabelludo. Sintió que pisó algo viscoso y al distinguir que era un intestino grueso que se retorcía como si tuviera vida propia se echó a correr.

Montoya corrió por las gradas a tientas, procurando no caerse. Llegó al sótano de parqueo donde estaba su auto. Jadeando y empapado de sudor, vio que alguien le obstruía su paso: una mujer, extraña, la oscuridad no le permitía distinguir si era joven, vieja, no lograba percibir algún rasgo en particular en su rostro, pero algo en él le hacía pensar que ya la conocía. Sin aviso alguno, la mujer se puso frente a él y lo besó. Montoya le besó el cuello, después comenzó a morderla y a arrancar carne con sus mandíbulas, su excitación creció mientras escuchaba gemidos, gritos y llanto…

Montoya abrió los ojos, estaba desnudo en el sótano de parqueo y todos sus compañeros lo miraban horrorizados. Estaba desnudo, bañado en sangre y junto a él, el cuerpo decapitado del ingeniero Gutiérrez, de control de calidad. Dicen que Montoya le arrancó la cabeza a mordidas la noche del convivio. Parece que no será un día más de trabajo.

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