Desde la ventana de su despacho, el doctor Mauro contempla a sus pacientes, dispersos por el jardín. El jardín de los enajenados, de las miradas ausentes, vacías, como si no hubiese nadie detrás de esas pupilas, de los tarados, de los que no encajan. A pesar de su agnosticismo se siente un Dios. Desde un estrato superior observa a sus criaturas, a las que estima y compadece. Siente una solidaridad de justicia con estas mentes trastornadas y un afán desmedido en aliviar los trances más oscuros y abismales. Ya desde niño, se conmovía cada vez que los abuelos escondían al tío Bruno en el cuartito secreto. Si venían visitas a la casa, antes de abrir la puerta, lo llevaban a rastras o a empujones. El tío se dejaba llevar, dócil, con la mirada extraviada en otra dimensión. Después se acuclillaba en un rincón, resignado al silencio y a la soledad. El pequeño Mauro, un día quiso hacerle compañía, se sentaba junto a él, en el escondite de la vergüenza, le susurraba canciones tranquilizadoras y así sucedería una vez tras otra.

Hoy luce un sol espléndido. La brisa acariciadora y los efectos de la medicación son perfectos para inducir a un plácido sueño. Braulio cabecea en el banco, bajo la acacia. Ahora está tranquilo, descansa. Cuando despierte repetirá una y mil veces que él le sacó las tripas a su hermano porque se lo decía esa voz, que él no quería, que adoraba a su hermano y jamás le haría daño.

La doctora Gertru charla con Lorena, están sentadas en el césped, ajenas a la belleza que imprimen los primeros rayos de luz en sus cabellos. Lorena se entregó a llorar en una cama desde que su marido la abandonara y no resiste estar despierta. Fuma y duerme. Duerme y fuma. La doctora Gertru es su única amiga en este centro. Lorena adora a la doctora porque la comprende, porque es exquisita en las formas, discreta, elegante, cultivada y con una inteligencia por encima de lo común. Una tarde de lluvia, en la sala de recreo, la doctora abrió el piano mudo, que solo hacía bulto y acumulaba polvo en una esquina se sentó en la banqueta y arrancó deliciosamente “Reverie” de Claude Debussy. Sólo Julián, el tuerto, aplaudía eufórico mientras una lágrima resbalaba de su único ojo. Los demás quedaron atrapados en una magia seductora, resistiéndose a salir. Ahora todas las tardes de lluvia se sientan al placer de esos acordes que flotan en el aire fundiéndose con el repiqueteo de las gotas en los cristales. Hasta Helen, que dejó de hablar hace cuarenta años y nadie sabe por qué, canta cuando suena el piano, con una voz dulce, suave, como envuelta en una gasa.

Julián, el tuerto, recorre el jardín saludando afectuosamente a los demás, sus compañeros de penas, así los llama. Perdió el ojo a la edad de seis años. Un hermanito suyo, siendo aún un bebé, jugaba con un cuchillo recién afilado. Como hermano mayor quiso evitar el peligro, tiró tan fuertemente del mango, de tan trágica manera que fue a clavárselo en su propio ojo. Es el que menos tiempo pasa en el centro, entra y sale continuamente. No cabe más ternura en su alma, pero no sabe quererse a sí mismo, de vez en cuando se deprime.

Y sentada en las escaleras que dan acceso a las duchas está Laurita, un pellejo andante agarrado a una muñeca que ha perdido el color debido al exceso de caricias y besos. Delante de ella, actuando como una gran diva, Rocío canta por décima vez en la mañana la misma canción que asegura le llevó al estrellato en su juventud. Cada vez que termina el número agradece y saluda a Laurita con grandes aspavientos y la esquizofrenia pintada en la cara.

Es extraño, no ha salido Antón al jardín. Hoy tiene consulta con él. Su habilidad en el terreno del psicoanálisis es extraordinaria, después de tantos años, se maneja como un especialista, esquiva las preguntas con una destreza evasiva y es difícil adentrar en sus laberintos neuróticos. En algún momento de la conversación, sus ojos indagan cada gesto, con una fijación estudiosa, escrutando cada palabra y midiendo el tono y la modulación de su voz, hasta el punto de hacerse con el timón de la conversación. Eso le pone nervioso al doctor, le intimida y le desborda hasta el sudor y la palpitación. Tal vez una sesión de hipnosis. Sabe que las odia, las teme, es fobia lo que realmente sufre. Pero sus ojos están pidiendo a gritos sordos una mano que le saque de las profundidades del dolor. El doctor Mauro sabe muy bien cómo se está en ese infierno.

Un ruido saca al doctor de sus pensamientos. Se abre la puerta y entran la doctora Gertru y el doctor Mauro, el verdadero.

—Antón, sabes que tienes prohibido entrar en este despacho.

—Lo siento mucho, de verdad que lo siento. Yo no quería entrar, pero ha sido esa voz, la misma que le habla a Braulio. Yo no he sido….Yo no he sido…. Yo no he sido….Es la voz….la voz…la voz…

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