Hoy llueve fuerte. Llueve intentando aplastar el asfalto. Llueve de una forma que el agua se traga la espuma del barro; la veo correr calle abajo para ahogarse en las alcantarillas. Hace un rato yo me he tirado bajo esa agua y han sido sus guantazos en mi cara los que me han ayudado a verlo claro.

Llevo media vida recibiendo abrazos, falsos abrazos; media vida con apretones de manos, diligentes e interesados. Y esa mitad de mí mismo hubo un tiempo que estuvo llena de palabras, palabras amarradas a ideales, pero pasó, se vaciaron, sucumbieron en una mentira y detrás vino otra. Y hoy por fin, lo veo claro. Renuncio. Porque es ahora cuando escucho esos murmullos pegados a mi frente, gritos de quienes no les he prestado la atención que merecen.

Soy ministro, casado, cincuenta ¿y que más? Político ocho horas al día, una hora marido y media padre. Visible a tiempo completo, invisible para mi familia. Como rata deambulo por todos lados donde me lleva la corriente de mi partido. Asiento por natural convicción de principios, aunque después hago lo que me da la gana. Mis ayudantes me llevan a contracorriente y transcriben las palabras que debo decir; ellos me quitan las pulgas en partes que yo mismo ni me las veo y también, claro, por si alguna de ellas les salta y les pica. Yo — mi Nombre no importa, podría ser cualquiera camino a la dignidad— he descubierto mi pasión tardía: ser persona. Estoy sobreviviendo en un caos que lo siento en mi propia monotonía. Cuando llegué a la cantera joven de mi partido, lo vivía con cierta pasión y no era engaño, pero… esto ya lo he dicho ¿no? Mi vocabulario era escaso y aun así articulaba palabra con palabra. Ahora no quiero ni escucharme, respondo lo mismo una y otra vez por inercia y con una sonrisa muy estudiada. Aprendí con sobresaliente el lenguaje del gesto y el saludo mudo; hasta tal punto lo manejo bien que a esta altura de mi vida he olvidado lo que es pronunciar palabras por impulso natural, con convicción. Cada día uso un traje como un muñeco de papel, de aquellos recortables, y con ellos falseo mi aspecto para hacer creer que las cosas avanzan y la grosería no se me nota. Mi jornada política comienza cuando mi secretaria me trae el desayuno y le manoseo la apariencia. Releo las noticias, para ver donde cae el “si tú más” y donde entro mejor con mi tirada en el tablero de juego «quita que yo me pongo». Estudio poco, nada, a veces como si estuviera leyendo un tebeo de Pepe Goteras y Otilio. Mi estrategia es asegurarme día a día que peones caerán y que peldaños subiré yo. A mis pies hay una cartera de piel, piel de ministro, vacía, casi desmayada de aburrimiento, ahí está ella, sin abrochar, sobre la alfombra, la única conciencia abierta que me queda. La gente de mi alrededor es el tablero que piso y sus cabezas, las baldosas sobre las que me muevo como una tarima flotante. Poco a poco me he instalado en una vida falsa, en un sillón falso, rodeado de avatares que muevo a mi antojo. Me importa una mierda las miserias de la gente, forman parte del juego ¿esto también lo he dicho? o quizá ya se ha supuesto, pero ahora, con ese baño de agua, todo ese millón de gotas sobre mí; ahora es cuando empiezo a sentir melancolía de la verdad. Voy a por los remos. Aunque comience con estos pies falsos, pero al menos con ellos sé que puedo salir a nado antes que me ahogue en mi propia miseria humana. Ya no lo aguanto «sálvese quién pueda». La población se ha echado a la calle por lo miserable que soy. Me han caído encima, son como ese aguacero, la gente la he sentido como esa tormenta. He mantenido el tipo con la independencia, con la luz y los carburantes, la reforma fiscal, pero con ellos no puedo. No puedo ser ajeno a sus manos temblorosas, a su paso lento y a sus palabras escritas en cartones. Me pesan demasiado estas imágenes, esos gritos. Voy a ser benévolo. Necesito dejar de ser político para convertirme en persona, entrar en las vidas, en las suyas, las que me han mantenido en el puesto hasta ahora.

Y es ahora cuando abro mi escritorio, con vergüenza, para escribir una nota de mi propio puño y letra: «Dimito. No sé quién soy». Y tal vez, en la próxima avalancha humana yo vaya también buscando mi propia dignidad en la tormenta. Esto último lo pienso, quedaría bien, pero mi partido no me creería.

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