Los gajos de rosas blancas

Los gajos de rosas blancas

Pilar Ferreyra

23/04/2019

─¡Yo no lo maté! ¡Lo juro! ¡Yo no lo maté! ─exclamó la viuda de Montand, tapándose el rostro con ambas manos y dejando caer medio cuerpo sobre el escritorio que la separaba del estrado.

El magistrado del Tribunal Correccional de Burdeos acababa de leer la sentencia de Catherine Montand: veinticinco años por homicidio agravado por el vínculo. Tras la lectura de la condena, las voces cruzaron la sala del tribunal de la rue Frères Bonie. En los últimos años, nadie había sido condenado por un crímen de esa naturaleza.

El abogado la tomó de los hombros intentando cubrirla del trastorno de ánimo que el dictamen había provocado en la mujer. A los miembros del jurado no les había alcanzado con determinar que era culpable. Traspasando los límites del rol, varios de ellos perdieron un poco la cabeza después del veredicto. Unos deslizaron groserías, otros la maldijeron, y el desprecio en la cara de los pocos que habían guardado silencio, enrareció aún más el epílogo de un juicio escandaloso, excesivamente corto y de pruebas livianas.

Sólo una persona se alejó del tribunal con una sonrisa en la boca. Al salir del tribunal, el profesor Hilaire se quitó la gorra que hasta poco antes le había cubierto la mitad de la cara. Sintió alivio, quizá por fin olvidaría las palabras que hasta el día de la sentencia habían repiqueteado en su cabeza:: «No puedo hacerlo, profesor. Debe disculparme. Usted me enseñó todo lo que sé, me dio toda mi educación. ¡Lo admito! ¡Pero tiene que comprender que jamás lo he amado!, ¡que jamás lo amaré! ¡Para mí siempre será quien me enseñó el valor de la perfección!».

A una huérfana de carisma insignificante, el profesor Hilaire había dedicado los mejores años de su juventud para convertirla en la mejor bailarina de la Escuela del Ballet de la Ópera de París. Catherine era su obra. Su razón de ser. El profesor estaba convencido de que ella le pertenecía. Siempre había hecho exactamente lo que él le había indicado. Jamás imaginó que ella se rebelaría. Mucho menos que rechazaría su propuesta de casamiento.

Si con la falta de correspondencia, su ex alumna le había destrozado el corazón, cuando ella huyó sin dejar una carta escrita, ni un dato de adónde iría, lo habían llenado de resentimiento.

Con el tiempo la decepción se transformó en desilusión, y con el paso de los años, en un odio infundado que rayaba con la locura.

Catherine se había escapado lo más lejos posible. Conocía la naturaleza perfeccionista de su maestro y cuánto podría él hacerle pagar el despecho. Sobre todo porque íntimamente ella había notado, desde muy joven, cómo él la miraba. Aunque siempre había confiado en que él respetaría la diferencia de edad, o en que se daría cuenta de que ella no sentía nada por él; salvo el respeto de una estudiante por su maestro. Pero después de su declaración de amor, Catherine supo que él jamás la perdonaría. Que nunca aceptaría su negativa.

Huir fue su única salida.

A medida que pasaron los años, el rencor del profesor Hilaire creció con la frialdad necesaria para ejecutar una venganza infalible. Pero no pudo hallar huella de ella. Catherine se había esfumado. Hasta que las revistas sensacionalistas publicaron una noticia que jamás debería haber sido leída por él: «Un ermitaño rico de Burdeos contrajo matrimonio con una joven maestra de ballet». Al verla en la fotografía, los celos y el odio se apoderaron de él.

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Un mes después de publicada la noticia, Catherine Montand volvía a abrir la ventana de la casa de la colina. El matrimonio había permanecido a resguardo del periodismo sensacionalista. Su marido era un hombre al que no le gustaban los rumores y mucho menos, que su vida privada hubiera salido a la luz. Pero esa mañana, el golpeteo a la puerta concluiría, de algún modo, con el encierro al que ambos se habían sometido.

El cartero inauguraría un ritual que se repetiría una vez por mes durante un año. Le entregaría una maceta con un esqueje de rosa blanca sembrada en el medio y una tarjeta: «Con amor, tía Jean».

Su marido era avaro, sucio, poco proclive a la acción, y más bien melancólico. Huérfano también de nacimiento, tampoco había conocido el cariño de los padres. En el instituto desangelado donde había crecido, la jardinería de rosas blancas había sido la excusa perfecta para mantenerse unas horas alejado del control casi carcelario en que las maestras medían el comportamiento de los alumnos. En el afán de protegerse, desarrolló una habilidad específica para cuidar de las rosas blancas. Una habilidad que, ya siendo un hombre adulto, había llegado a oídos y miradas de los vecinos. Su rosedal era exquisito y enorme. Podía verse desde la cima de otras colinas.

Esa fue la razón por la que su marido no se sintió extrañado de que alguien, una tía política o alguien, enviara brotes de rosas blancas. Aunque sí le pidió a su esposa que le contara un poco sobre aquella tía Jane.

─En mi juventud, varias veces, escuché a mi padre contarle a sus amigos que mi tía Jane, me había culpado de la muerte de mi madre, quien murió después de darme a luz. Quizás ahora, pobrecita, no sé, mi tía Jane quiera disculparse por la injusta forma en que me juzgo. ¡Qué podría haber hecho para evitar que mi madre muriera! Nadie jamás ha lamentado su pérdida más que yo ─se sinceró Catherine.

Desde la aparición de la noticia acerca del desconcertante casamiento, la gente del pueblo llenaría el aburrimiento preguntándose cómo una mujer tanto más joven y bella, habría elegido a Montand como marido. Tenía una nariz abultada, uñas inmundas que delataban un escaso aseo y vestía siempre el mismo pantalón y la misma camisa. Pero ella siempre había sentido una ternura exagerada por él. Sabía que ambos eran dueños de una misma tragedia: la orfandad. La desgracia la unía a él como a nadie. A pesar, incluso, de que él podía ser frío y distante.

Mes a mes, los brotes de rosas blancas siguieron llegando a la casa. Y una vez en contacto con la vida del pueblo, sin querer, Catherine Montand habría ido cometiendo tres errores involuntarios que tiempo más tarde, cambiarían su vida por completo.

El primero, haberse dejado seducir por la herbolaria, la mañana en que la experta en plantas tocó la puerta para ofrecerle «las plantas medicinales más puras de Aquitania». El segundo error, reincidir con la herbolaria; esta vez para consultarla sobre algún remedio natural que acaso le permitiera autosatisfacer la falta de apetito sexual de su esposo. Y el tercero, resultado de los repetidos fracasos con el té de ginseng, haber llevado a su casa las raíces de mandrágora que la herbolaria le vendiera como afrodisíaco, el día en que Montand sembraría el último esqueje de rosa blanca que el cartero habría entregado a Catherine bien temprano.

─¡Debes tener cuidado! ─le había advertido la especialista en hierbas─. Pasarás un rastro de la savia de la mandrágora por el tallo de una higuera, que frotarás varias veces contra la vulva. Te abrasarás, sentirás ardores y alucinarás que un íncubo te está haciendo el amor. No será nada de eso. Sólo estarás gozando sin necesitar de tu marido.

A la caída de la tarde, minutos después de haberse pinchado el dedo anular con varias espinas del último gajo que quizá habría enviado la tía Jean, Montand perdió el control de sí mismo y ardió por dentro. Aullando como un lobo en celo, se arrancó con ambas manos las ropas y se rascó el cuerpo contra el tronco del castaño. Se arrastró enloquecido por el barro de los canteros. Pidió auxilio pero al término de unos minutos, poco antes de que Catherine pudiera socorrerlo, su corazón dejó de latir.

Los forenses encontraron restos de escopolamina en la sangre de Montand. Y la policía, en una caja de madera que Catherine tenía encima del tocador, las raíces de la mandrágora que ella jamás alcanzó a usar, pero que los peritos determinaron que era prueba suficiente para culparla de la muerte de su marido.

La policía judicial de Burdeos desestimó alguna posible relación entre los brotes de rosas que supuestamente enviara mensualmente la tía de Catherine. La señora había muerto dos años atrás y su cadáver estaba enterrado en el cimetière de la Chartreuse.

Según la hipótesis del fiscal, las tarjetas que acompañaron mes a mes las macetas de rosas blancas, habrían sido una creación de Catherine Montand. La fiscalía sostuvo que a través de ellas, la imputada habría logrado que el marido aceptara los gajos sin preguntar de dónde provenían. Convirtiendo los supuestos regalos de la tía en una coartada que, a pesar de los intentos de su esposa, habría sido invalidada por la investigación.

Los detectives de Burdeos tenían poca experiencia en casos como estos. Presionados por sus superiores, se aferraron a las primeras deducciones, cerraron pronto la causa y silenciaron las versiones que se habían esparcido por la ciudad.

Por la noche del día de la sentencia, las velas ardieron en el herbolario, el aroma de las rosas blancas habitó el espacio y el sonido del Château d’Yquem vertiéndose en las copas, dio inicio a la celebración.

El profesor Hilaire festejaría el cierre de un plan que habría consumido el último año de su vida. Que lo habría impulsado a abandonar París, la ciudad que amaba, y a la que producto del resentimiento, volvería para retomar su vida. Sin remordimientos pero con la memoria de un plan asesino y vengativo, que había salido a la perfección.

La herbolaria también brindaría gozosa. Estaba convencida de que, en adelante, el fantasma de Catherine Montand jamás volvería a estar entre ellos cuando Hilaire la volviese a tomar entre sus brazos.

En el brindis, la copa del astuto profesor se rompió en el aire. Sin querer, había golpeado con excesiva fuerta su copa contra la copa de la herbolaria. Se agachó para recoger parte de los vidrios. Al levantarse, notó que su mente seguía en otro lado. En el recuerdo obsesivo de su exalumna ejecutando el brisé de volé que tantas veces le habría visto llevar a cabo con la perfección de un ángel iluminado. 


[1] Alcaloide tóxico de la mandrágora que produce alucinaciones y puede conducir a la muerte.

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