¡Jolín! La vaca parida, la Morita. Se la encontró el Antolín anoche muerta en el prado de arriba. Pero la muerte es de lo más normal. Esto es la vida, ¿no? La muerte que sigue a la vida. Es lo que tiene el ganao. Todo el año echándole de comer, nueve meses cuidándole, esperando de que llegue su día para tener un ternerito… ¡Y con lo bruta que se ponía! No como la Pinta, con lo mansa que es que hacemos con ella lo que queremos. Yo no les tengo miedo. ¿Cómo les voy a tener? Si ya con padre lo había mamao. Cuando parían y tenían las tetas bien gordas y les bajábamos al pueblo, yo les descargaba. Les ponía la manga para sacarles la leche. Padre bien orgulloso que estaba. Ocho hijos y yo la que más le gustaba estar con las vacas.

«Boby, estate tranquilo que les vas a despertar. Toma un trozo de pan, no seas pesao. Anda, ve a acostarte que no hace más que clarear».

¡Ay, esta hora!, la que más me gusta, la de las claritas del día y los pájaros cantando, ¡qué mala es!, con lo bien que huele la cocina a café y lo bien que se está en silencio. Ya le he dado muchas vueltas y no quiero pensar más. Que ya estoy también cansada de pensar. Si nunca fui mujer de muchas palabras, ¿qué les voy a decir? ¡Ya lo verán! Mira que manos tengo. Eso de que «antes que ser madre hay que ser mujer» no lo había pensado y cuando me lo dijo el viajante me dio por pensar. ¿Qué coño me ha dado a mí por pensar? La culpa es suya. Por mirarme, por sonreírme, por volver. Si habría dicho algo, si habría insistido otro día más… Una sola visita más y lo dejo todo, las vacas, los pastos, el tractor, al Antolín, la familia, la casa y me voy con él. Sí. La culpa es del viajante. Antes, a estas horas que ya casi he terminado lo que es la casa, solo pensaba en limpiar el tractor, en regularlo, cargar el remolque con el pienso, los rollos de heno… Bueno, ahora también. Y en que no se me olvide de decirle al Antolín que no se le olvide que comemos con sus padres y de coger la bolsa con la muda de los críos que se quedan allí a dormir. Que mañana es San Juan. Así estamos solos esta noche. Mira. Aquí está. La carabina. Ya lo he medido. Llego con el dedo del medio. Apretar y se acabó. Si lo único que quiero es descansar. ¡Hay que ver estos guantes que me quedan grandes y no sé hacer nada con ellos! No sé para que me les he puesto. La meto aquí y a la noche cuando el Antolín coja la furgona y se dé una vuelta por si se escapó alguna vaca o si parió la Polvorina, entonces. Cuando esté sola. Es que, ya no sé cómo quererles. Que soy muy buena compañera, muy decidida, muy valiente, dice. Que soy valiente ya lo verás cuando vuelvas. A ver qué haces. «Nacimos para el ganado, para continuar la tradición, que no se pierda». Sí, sí. Eso creía yo esperando que llegara el hombre de mi vida cualquier domingo en el baile de la plaza. Y llegó, ¡claro que llegó! El Antolín, tan rubio, tan azules los ojos. Mucho no hablaba y bailando sí me agarraba, sí, aunque no muy fuerte. Y con más tierras que padre. Con más vacas que nadie. Y además estudiado, que estudió agrónomo. Y ahí le tienes. Gandul no es, no. Pero tampoco se mueve mucho. Que yo me voy ahora con el tractor y el remolque a repartir el pienso y el heno y ver si alguna ha parido y luego, cuando vuelva, pues habrá llevado los críos al colegio y estará con lo suyo, con las cuentas. Y con los papeles que trajo el viajante, los de las máquinas de ordeño. Los robots esos de ordeño que hacen todo el trabajo, dice. Pues ¡venga! Que falta te van a hacer cuando no esté. ¿Quién me iba a decir a mí que estaría tan cansada y que hasta la ilusión perdería? Una empanada de bonito y un bizcocho les dejo hechos. Da igual. Desde que no volvió el viajante todo me da igual. Ni fuerzas tengo para mentir. Venga. Las vacas ni esperan ni entienden de penas. Como dice mi madre: «no hay pena que pena valga». ¿Y madre? ¡La pobre! Que no va a entender nada.

Ya hoy, con lo que haga, yo termino. Aquí hay actividad cada día todos los días. Vacaciones no tenemos. Desde que nací, treinta y tres años hace, que no hago otra cosa.Y el Antolín, ¡que dice que a veces estoy torpe! Y entonces me da voces. No nos hemos separado ni un momento, ¿eh? Desde novios. ¡Cago en la mar! Pues ahora siempre. Bueno, voy a cambiarme a la nave y a cargar los sacos del pienso. Luego a la noche, cuando acabe y se haya ido, me quitaré las botas y esta ropa que de mujer tiene poco, me ducharé y para terminar y marchar, me pondré el camisón, pero con el sostén debajo. Que no quiero darlos vergüenza cuando me encuentren y venga quien tenga que venir. ¿Pensará el Antolín en el viajante? Es que… Ni cuenta se ha dado, seguro. Pero pasará un mal rato, pobre. El mío será rápido. Ya lo he ensayado. Sentada en la cama, apoyo el cañón debajo de la oreja, estiro el brazo, aprieto el gatillo con el dedo del medio. Y ¡pum! Ya está. Luego, silencio. Del de veras. Bueno maja. A cargar los sacos del pienso y bajar los rollos de heno que las vacas no entienden de penas. Y tú, ya no quieres tenerlas.

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