La copa de cerveza le llega a las manos, empapada de espuma. Entonces Mac escucha la conversación que dos colegas sostienen con Pérez, el barman del Reloj.
– Me cago en el coaching – dice uno de los personajes, con bigote de mejicano y ojos turbios.
– El coaching y su puta madre – dice Pérez, con esa noble y audaz manera con que cierra o abre las conversaciones.
– Resulta que ahora tenemos que ir al coaching por la mañana para ser más productivos por la tarde.
– Y su puta madre – sazona Pérez.
– Asimismo – continúa el personaje del bigote –, dos mañanas a la semana.
– Pero la tía está buena – justifica el otro individuo, con manchas rosadas, víctima del vitiligo.
– Pues, si la tía está buena, Juan, su puta madre, Juan.
Mac se divierte oyendo a la gente que ronda aquel bar a esa hora. Es una mezcla de decadencia y hermandad que le conmueve. Acabada la primera cerveza pide otra y el bikini llega con doble queso derretido y la mantequilla le abrillanta los dedos.
– Está de moda el coaching – dice de pronto, animado quizás por la repentina inspiración que le traspala todo aquello.
– Habló el señorito de la noche – bromea Pérez, enseñando sus dientes triangulares.
– Hoy he tenido una experiencia al respecto.
Pérez, Juan y el del bigote de mexicano le prestan atención.
– A nosotros también nos mandaron al coaching el otro día – prosigue, mientras se enfría un poco el queso burbujeante –, una tía un poco rara. Una de estas señoras místicas.
– Una porreta – dice Pérez.
– Nos comentó que en realidad nosotros vivimos en una playa, la vida es una playa tranquila, con un oleaje apacible. Esa es la situación real.
– Hostia.
– Todo lo que nos pasa intenta sacarnos de esa playa, es ruido.
Por ello, había dicho aquella mujer llena de collares y abalorios, cada vez que un cliente intenta increparlos, violentar el ánimo de cada uno de ustedes, deben respirar, volver a la playa, estar en paz. Reposar sobre la arena y ver al unicornio. La mujer se había tocado la frente y acariciándosela intentaba denotar la existencia de ese maravilloso cuerno dorado del unicornio que cabalga por la playa de la vida.
– Su puta madre – irrumpió Pérez.
– El caso – continuó Mac – es que esta noche he puesto en práctica el coaching, compañeros.
Y así había sido. En medio del tumulto generado a la hora de la cena, se había acercado a una mesa de cuatro damas acerbas. Éstas escatimaban con el vino. Querían algo barato pero bueno. ¡Qué no duela la cabeza! Con descuento, que somos guapas. La playa, pensaba Mac, las olas acariciando la arena dorada. ¡Tan joven y calvo, pobrecito mío! El sol cayendo sobre el mar, destellos rosados en las nubes. Ya, tráenos el Taberner ése. Pero a precio del de la casa, anda, somos clientas. La leve brisa tocando mis hombros, erizando mi piel tersa. Y Mac, inaprensible, había ido a buscar aquel vino, con una sonrisa esplendorosa, silencioso como los camareros de antaño, cauto, persistente. Había abierto la botella con elegancia decimonónica. Había dado a probar un poco a la porrina mujer, cuyos dientes lilas daban ya mala entraña, y aceptado el vino, empezó la ceremonia, sirviendo a cada una. A mí poco. Trae una funda para enfriarlo, está muy fuerte. Otra vez el horizonte rosáceo, la playa, Mac, el silencio rodando, la soledad anhelada. Se sirve con la derecha, pero pobrecillo, el muchacho es zurdo. ¡Nada es lo que era! Se ríe el zorrino gordo, acolchonado, con collar de perlas. Y entonces pasa. El codo de Mac tumba una copa y esta cae sobre los bolsos y los chaquetones de las cuatro brujas. ¡Joder! Las olas que eran calmas, ahora se levantan y remolinan en desorden. Reclamaciones. Papel toalla. Muerte al camarero. Mac tiembla. ¡Tintorería! ¡Nos tienen que pagar esta ruina! Pagaremos todo, señora mía, dice Mac, nervioso, aterrado. Pero algo le hierve por dentro. Fue la brujita pequeña que le movió el brazo. Has sido tú, ¿no sabes servir el vino? Es que es zurdo, es majete pero torpe. ¡Tan joven y calvo! Entonces Mac ve por fin la polvareda que produce a lo lejos la irrupción del unicornio. La liberación del alma, recuerda decir a la mujer mística.
– La porreta y su puta madre.
Toca su frente con el dedo, el cuerno dorado del unicornio. Siente el fragor de la cabalgada, el destello azul de su lomo. Recoge los cristales de las copas rotas. El unicornio se acerca. Mac, desnudo en la playa, siente los latidos de su corazón. Mínimo tendrán que invitarnos el vino, dice la arpía, la pequeña, la petulante. Y entonces esos bellos ojos redondos como pozos incendiados le miran, es el unicornio azul, con su enorme cuerno galáctico, que llega desde el fondo de sí mismo. Y coge el Taberner. Mac sobre el unicornio, como un jinete en la playa. Levanta la botella que aún está medio llena. Y empieza a bañar las cabezas de las cuatro rapiñas, que, como pájaros alborotados bajo la lluvia ácida, se sacuden y gritan, y piden clemencia, todas moradas de vino, así, así, piensa Mac, regándolas como un psicópata.
– Y ¿qué pasó, Mac? ¿Qué pasó entonces?
Mac da un bocado al bikini. Y sonríe por dentro.
– Vaya que sirvió el coaching, hermano.
– ¿Qué pasó, por dios mío santo?
– No lo sé – responde Mac – yo estaba en la playa.
Y el cielo parecía una herida que provocaba lamer, y el unicornio galopaba tan suavemente, que parecía volar.
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