Traficante de Poemas

Traficante de Poemas

Akira Zeta

04/04/2019

¡Una inigualable composición de excelsas palabras que en la realidad no aplican para una mierda!

Eso siempre dice mi viejo antes de irse a trabajar con su carrito de mercado destartalado repleto de chicles y cigarrillos. Es Ingeniero Civil de profesión, pero las pocas oportunidades laborales lo obligaron a sacar adelante a sus tres hijos ganándose la vida honestamente como vendedor ambulante.

Desde hace algunos días mi progenitor se encuentra enfermo, y en vista de que en mi universidad hay paro estudiantil, le solicité que me dejara tomar por unos días las riendas del negocio familiar.

– ¡Lo único que le aconsejo es que no se vaya a dejar quitar el marica carro!

Después de tan memorable y motivador consejo de mi padre, salí con la firme intención de levantarme algunos pesos con Helenita (nombre del carrito).

Lo que no supo mi viejo fue que también me llevé mi vieja máquina de escribir. Me serviría para matar el ocio en las horas muertas, y de paso podría vender algunos de mis poemas.

Antes de marcharme mi padre me clarificó que el sitio que escogiera debía de tener una cantidad considerable de flujo de gente, pero sin estar muy cerca de alguna cigarrería o del puesto de otro colega, pues nadie soporta ese tipo de canibalismo. La paciencia resulta fundamental en la búsqueda del sitio que espera ser usufructuado por ti.

A mediodía me encontraba instalado cerca de una universidad, viendo como un océano de oportunidades desfilaba ante mis ojos. El dinero siempre está ahí, la cuestión era hacerlo llegar a mi caja de galletas vacía que había reservado para guardar mis ganancias. Tras dos horas había vendido tres cigarrillos y dos chicles. Las cosas no estaban saliendo como me lo esperaba y ni hablar de la suerte de mis poemas. A pesar de que mi padre no esperaba mucho de mí, me puse a reflexionar de toda aquella gente que les toca rendir cuentas al final del día a tipos aterradores dispuestos a romper piernas si nos les traen la cuota acordada.

– ¡Oiga córrase que ahí yo vendo mis empanadas! – fue el saludo de una colega que venía empujando su carro de comidas.

Otro señor disfrazado de Cantinflas y que era embolador corroboró lo dicho por la primera. Me tuve que salir de allí ante un código que desconocía pero que por intuición debía de respetar. Aun así le pedí a la señora encarecidamente que me dejara quedar con Helenita un rato más, pero el embolador interrumpió de inmediato:

– No amigo, toca que coja pa´otro lado porque si no nos echan a la policía.

– ¡Déjenme trabajar un par de horas más por favor! – les rogué.

– Ni por el carajo muchacho, la policía nos echa si ven que hacemos mucho bulto y además ahora esos malnacidos se las dan por multar a los que nos compran.

– Pero señora…

– ¡No, no, hágame el favor, hágame el favor! – me dictaminó mientras acomodaba su negocio ambulante.

Ahora entendía el odio de mi padre hacia nuestra carta magna, aquella que nos recuerda que el trabajo justo y digno es un derecho fundamental. Comprendí que la calle es un ecosistema que genera recursos para sostener a una población, y sobrevive del que es amigo del policía o del que le regala un cigarrillo al vigilante.

Eran las cuatro de la tarde y en mi caja de gananciales reposaban 20 mil pesos. Mi padre se levantaba entre 50 mil a 80 mil por día, y eso me señalaba mi falta de habilidad por adaptarme a este oficio. Aun así tuve la suerte de instalarme al lado de un puesto de tintos y arepas propiedad de un señor de la tercera edad.

– Este oficio es de mucho azar y paciencia al igual que la pesca – me decía el amable señor de nombre Evaristo.

Sus palabras me ayudaron a comprender el mundo que me rodeaba. La calle era una pasarela de ejecutivos apurados, indigentes caminando sin rumbo, parejas enamoradas y proxenetas regalando tarjetas promocionando prostíbulos de «tres chicas por 60 mil».

Pasada una hora duplique mis ganancias gracias a la venta de tres cajas de bocadillos y algunas otras de cigarrillos. Hasta vendí un par de poemas a unas universitarias atraídas por mi galantería de pueblo.

– ¿Y el señor tiene permiso de vender por estos lados?

Me percaté de la presencia de dos patrulleros en el puesto de Don Evaristo.

– No señor pero llevo ya un buen tiempecito vendiendo por aquí.

– Mi señor me temo que tendremos que llevarnos su puesto por ocupación ilegal en espacio público.

– ¡Pero necesito llevarle el sustento a mis dos hijos y a mi mujer que está enferma!

– ¡La ley es para cumplirla sin excepciones!

– ¡Pero el señor no le está haciendo daño a nadie! – les recriminé.

Los patrulleros que antes no advirtieron mi presencia se dirigieron hacia mi sitio y con tono despectivo uno de ellos me preguntó:

– ¿Y usted que inventa ahí? – dijo en relación a mi máquina de escribir.

– ¡Vendo poemas!

Los dos policías se miraron entre sí y se empezaron a reír. Uno de ellos sacó una libreta y escribió algo en ella, luego me entregó una hoja y se marcharon entre risas, olvidando por completo el inconveniente con mi colega.

El resultado: 850.000 mil pesos de multa por «traficar versos en espacio público».

El regreso a casa fue todo un vía crucis, ya que una de las llantas de Helenita se atascó en un hueco y mi caja de gananciales junto a mi máquina de escribir fueron a parar al suelo. Mientras recogía las monedas del pavimento me pregunté: ¿Quien elige este tipo de oficio? De seguro hay mejores formas de ganarse 50 mil pesos. Entonces un tipo que pasaba por ahí interrumpió mis pensamientos existenciales:

– ¿Tiene cigarrillos rojos?

A pesar de la dureza de la ciudad, está siempre te dará razones para seguir tirando del anzuelo.

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