27 de marzo de 2019.
Otra vez, un nuevo lugar y un volver a empezar, detesto viajar.
A media noche caminé por el pasillo del hotel, a mi paso se encendieron tristes luces que morían sobre un suelo enmoquetado. Silencio sepulcral, frío en el aire. El niño de “El resplandor” montado en su triciclo, casi entra en escena, rápido logré abrir la puerta de la habitación 102, respirando al fin. Deshaciendo la maleta sobre la cama, me juré que no volvería a ver más películas de terror.
Después de una noche de adaptación bajé a desayunar y ya a la luz del día, el salón con lámparas de araña, no pareció tan perturbador como la noche anterior, cuando después de superar un largo viaje en avión, me encontré con una cena fría, muslo de pollo y huevo duro incluido. Los huéspedes devolvieron a la vida aquella estancia, que horas antes parecía congelada en el tiempo y que más animaba a salir huyendo que a ingerir cualquier tipo de alimento.
Desayuné ligero y me propuse visitar los alrededores, a fin de encontrar un local discreto, pero con encanto, ambientado pero no en exceso, que sirviera para la celebración privada, posterior a la gala y sobre todo que preservara la seguridad e intimidad de los invitados. Ubiqué algunos, a escasos metros de donde ya estaba montado el escenario, probado el equipo de sonido y dispuestas las sillas vestidas de fiesta, diferenciadas zona vip y zona para el resto de los mortales.
Decidida entré en el primero, pasando inadvertida, con pantalón negro, blusa blanca y abrigo a juego, zapato plano y bolsito negro. Sin maquillaje, sólo un poco de carmín y el pelo suelto.
La primera impresión, más que correcta, música de fondo sin estridencias, aforo adecuado, local típico de la zona. Fui a inspeccionar el baño y comprobé con agrado (odio las puertas cerradas) que permanecía abierto. Habitáculo limpio, no demasiado amplio pero perfectamente válido. Al salir, comprobé las salidas de emergencia bien señalizadas y medidas antiincendios, resultando apto. Antes de marcharme, táctica habitual me dirigí al personal:
—Buenas, perdone señor ¿me pone una botella de agua? por favor.
Un camarero joven, depositó sobre la barra una botella de cristal.
—Disculpe ¿podría ponerme una de plástico? es para llevar, tengo prisa.
—Lo siento, no tenemos pero ésta se la puede llevar si quiere.
Dándole las gracias, le entregué un billete de veinte euros que éste puso junto a la caja. Pasados unos minutos y habiendo calmado un poco la sed, percibí que el jefe o encargado del local, me observaba con mirada inquisitiva y reprendía al camarero. Sin llegar a entender claramente el motivo, le pregunté si hacía el favor de cobrarme y el jefecillo con gesto visiblemente malhumorado, me espetó,
—¿Qué quiere que le cobre una botella de agua con veinte euros?
Me pareció una escena surrealista o de cámara oculta.
—¿Me habla usted a mí, cuál es el problema?
—¡Que no gasto el cambio en cobrarle un agua!
Dispuesta a no prolongar más esta desagradable situación y dado que no llevaba dinero suelto, haciendo un tremendo esfuerzo por no dejar salir a “La niña del exorcista” que llevo dentro y que estaba siendo invocada por este elemento, decidí marcharme. El susodicho viendo el agua abierta masculló:
—¡No he dicho que no se la beba, digo que no se la cobro, que me la debe!
Y por tercera vez respiré, me serené, cogí la botella, le agradecí el gesto e hice ademán de salir del establecimiento.
—¡Oiga, le he dicho que se la puede beber, no que se la pueda llevar!
A punto de echar por tierra mis sesiones de autocontrol miré al pobre chico, que parecía haber encogido en esos minutos hasta quedarse en nada. Esto despertó en mí sentimientos encontrados que creía superados. He de reconocer que aún laten en mi interior aunque ahora puedo controlarlos y decidí callar. Por él y por mí solté el dichoso botellín y a paso ligero temiendo volverme y escupirle en un ojo a ese bicho de jefe (que no hubiera sido de persona educada) me encaminé a la salida, pudiendo escuchar muy a mi pesar como el engendro le gritaba al camarero:
—¡La botella de agua, te la descuento!
Aquella bofetada de realidad, me acompañó durante todo el día y de regreso al hotel no pude parar de pensar en ese joven, ese local y esa dichosa botella de agua.
La noche llegó. Acabada la gala, cuando acompañaba a mis clientes vips al local que finalmente elegí para ellos, detuve un momento la comitiva y entré en el bar de aquella mañana. Me acerqué al camarero, el chico palideció.
—¿Qué le debo por el agua?
Hablando bajito contestó
—Dos euros señora.
—Tome el dinero exacto.
Y estrechándole la mano, al tiempo que le daba las gracias le pasé un cheque cruzado. El jefe absorto al ver quiénes me acompañaban enmudeció. Tampoco yo hablé no hacía falta, sólo le sostuve la mirada.
Esa noche dormí como en casa.
La Dra. Méndez del hospital psiquiátrico San Francisco de Asís lee con atención la hoja del diario del paciente de la habitación 102. Antes que la enfermera le haga pasar a consulta, anota en su expediente:
Ante la falta de progreso adecuado con el tratamiento actual prescrito, propongo que se considere la posibilidad de administrarle el nuevo fármaco en fase experimental para TID. Si bien Irene evoluciona de forma favorable, no es más que una de sus múltiples personalidades, sin duda la más aplicada e inteligente, pero olvida que ella no es mi paciente.
Fran necesita tomar el control y para ello debemos intentar liberarle de todos los demás.
—Buenos días Fran ¿de qué quieres que hablemos hoy?
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