Yo vivía en Sabadell, muy cerca de la Estación Norte de Renfe, entre El Corte Inglés y el campo de fútbol. Ocurrió un día de invierno de 1998. Creo que era el mes de diciembre porque faltaba poco para Navidad. En cuanto pisé la calle, como cada día, encendí mi pipa. Solo unas briznas de tabaco para que durase unos minutos, los que tardaba en llegar a la estación. Hacía frío. Pero solo por fuera. Dentro de mí bullía la energía que me proporcionaba un nuevo desafío: un acuerdo con un importante banco. Como todas las mañanas salí a las ocho de casa. No importaba a qué hora hubiera llegado. Carecía de interés si había tenido tiempo para disfrutar de la familia, o para dormir unas horas. Lo único que marcaba mi vida era ese gran proyecto. Habíamos diseñado un producto. Negociábamos su distribución a través de la red comercial de esa entidad. Si salía bien podía significar un salto definitivo en mi carrera. En caso contrario, habría aprendido mucho. Trabajar intensamente doce o catorce horas todos los días, a veces más, era un coste menguado. Era un reto. Una gran oportunidad. No pensaba desaprovecharla.
No hay mejor edad que los treinta y pocos. La fuerza que se genera en las vísceras es incontenible, ningún obstáculo parece relevante a esa edad. Por otro lado, ya se han recibido algunos golpes. El estómago ha aprendido a contraerse con rapidez para desactivar el impacto, al menos la peor parte del mismo. Hay fuerza, hay confianza, hay motivación. También hay cautela, pero no demasiada, la justa para seguir adelante, aunque sea zigzagueando.
Ese día, un lunes creo recordar, alguien me detuvo. Era un hombre que vivía en la calle, un mendigo. Llevaba una pipa en la boca. Una pieza paupérrima. Triste, descuidada hasta niveles indignantes. Sucia y completamente quemada.
— ¿Qué está fumando? ¡Huele tan bien!
—Es Mac Baren, una mezcla de virginia y cavendish, aromatizada con vainilla —le contesté.
El hombre me pidió un poco para probarla. Supe que no iba a permitir que metiera esa pipa roñosa en mi bolsa, así que se la regalé entera. Recibí una genuina muestra de agradecimiento, de una cara poco habituada a semejante gesto.
Continué mi marcha. Olvidé la anécdota. Mi mente regresó a la ingente tarea que me esperaba en el despacho. Subí al tren. Media hora de trayecto y ya estaba en Barcelona. Cinco minutos andando y entré en la oficina. Otro día para pugnar contra el mundo. Dinero y resultados. Solo eso era determinante.
Pocos días después volví a verlo. Con su carro cargado de miseria y de historia. Me explicó que le había encantado el tabaco. Era lo mejor que había fumado en muchos años. De no llevar esa ropa hedionda y mugrienta, habría resultado una conversación muy agradable. Transmitía serenidad, paz, incluso bondad. Una persona ciertamente curiosa. En mi mundo, los trajes caros disfrazan almas baratas. Aquel mendigo no era así.
Aquella noche entré en el bar de la estación. De vez en cuando me gustaba hacerlo. Decenas de ejecutivos, que también trabajaban en la capital, paraban a tomar una cerveza. El dueño, un tipo simpático, sabía tratar a la clientela. Un ambiente cordial, masculino y distendido. Un lugar para equilibrar la mente antes de dejarse inundar por los problemas del colegio, las notas de los profesores, y los problemas domésticos que ocupaban la última parte del día y las últimas chispas de energía. Allí pregunté por el hombre del carro.
–Lleva un tiempo durmiendo en el cajero de la esquina –me explicó el propietario del local –. Es tranquilo, no crea problemas en el barrio. Fue un empleado de banca. Incluso dicen que llegó a ocupar ciertas responsabilidades.
– ¿Y qué pasó?
–El alcohol. O el dolor, no sé qué fue causa y qué consecuencia, lo llevó al paro. De ahí a perder su hogar y a vivir en la calle.
Unos días más tarde lo busqué. Le había comprado una pipa de maíz nueva y otra bolsa de tabaco. Las mazorcas son excelentes piezas para fumar. Duran apenas unos meses, si se usan con intensidad, pero ofrecen un carácter decididamente dulce y fresco. Y son muy baratas. Lo encontré y… casi se resistió. No estaba acostumbrado a recibir regalos. No sabía qué pensar. Le expliqué que una pipa limpia era imprescindible para disfrutar. Pero él usaba la suya para meter las colillas que conseguía. Trozos de puro, cigarrillos tirados. La había encontrado en la calle, hacía ya muchos años. Siempre la llevaba en la boca. Era su único consuelo, junto al vino peleón que le permitía refrenar los recuerdos. Finalmente aceptó con una expresión, casi resignada, de gratitud.
Hoy sigo recordando a aquel hombre. No volví a verlo nunca. Tiempo después leí, en el Diario de Sabadell, que se había suicidado. La mente es un arma muy potente, pero hay que estar seguro de en qué dirección apunta.
Fue la camaradería entre dos fumadores. O quizá la cordialidad entre dos almas próximas. O la prueba de que el éxito no viene determinado solo por la capacidad. No sé la razón. Me sentí cercano a aquel hombre. Hay semejanzas, y eso es terrorífico. Pero hay más: aquel hombre pudo sobrevivir en mi mundo, a la inversa no habría podido suceder. Sigo tratando de descifrar el mensaje oculto. Y odio tener asuntos pendientes.
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